Dos han sido los presidentes cuya admiración por Benito Juárez raya en lo patológico al grado que uno quiso y el otro anhela imitarlo. El primero fue Luis Echeverría que hizo que los chavos de mi generación casi odiáramos al zapoteca. Y es que lo veíamos hasta en la sopa, sobre todo en 1972 cuando por decreto presidencial fue el Año de Juárez.

Juárez estaba en calles, avenidas, plazas públicas, escuelas, mercados, hospitales, bibliotecas, presas, aeropuertos, la radio, la tele y mil etcéteras. Hasta el avión presidencial se llamaba Benito Juárez.

En los honores a la bandera de los lunes en todos los municipios, congregaciones y rancherías donde hubiera una escuela, las palabras que pronunciaba el chamaco escogido para la ceremonia invariablemente tenían que hablar de Juárez.

Fueron tantas las historias y apologías que se escribieron ese año sobre don Benito que de haber vivido no se habría reconocido de tanto como lo desvirtuaron.

Luis Echeverría ha sido catalogado como un represor autoritario que abusó del poder y uno de los peores presidentes que ha sufrido el país. La desfalcada que le dio al gasto público originó la primera devaluación del peso en veinte años. Su gobierno se caracterizó por la corrupción y sus políticas económicas provocaron la fuga de capitales.

¿Logró el sueño de que lo equipararan con Juárez? Por supuesto que no.

Cuarenta y dos años después del echeverriato subió al trono sexenal Andrés Manuel López Obrador, más admirador de Juárez que Echeverría y con el anhelo de que la historia lo coloque a lado del benemérito.

¿Se parecen? Bueno, ambos son austeros, aunque sus diferencias son abismales.

Por principio de cuentas Juárez jamás fue protagónico como lo es Andrés Manuel al que vemos hasta en la sopa. Don Benito tenía autoridad, pero nunca fue autoritario. Nunca humilló ni se burló de sus adversarios. Nunca descalificó a quienes no comulgaban con sus ideas y menos en público. No era hiriente ni sarcástico, su palabra tenía el don de la decencia. Nada que ver con el tabasqueño.

Juárez pensaba y analizaba las consecuencias de sus actos; AMLO primero actúa y luego piensa. Por ejemplo, el oaxaqueño habría metido a la cárcel a los corruptos de las estancias infantiles, pero jamás las habría quitado. Muy seguramente las habría multiplicado.

Juárez jamás polarizó al país, por el contrario, en una nación dividida como la que le tocó gobernar donde la mitad eran liberales y la otra mitad conservadores, se esmeró por restañar heridas.

De acuerdo con Guillermo Prieto, Juárez reconocía sus errores y los enmendaba. Nunca se dijo dueño de la verdad absoluta, como tampoco decía cuando los argumentos de su interlocutor eran apabullantes: “Yo tengo otros datos”. AMLO presume de no mentir y lo hace todos los días.

Juárez jamás recurrió a remedos de consulta para saber si el “pueblo” quería que fusilaran o no a Maximiliano. La decisión la tomó él a sabiendas de que la historia podría juzgarlo de otra manera. AMLO ha recurrido a sus famosas consultas no por demócrata (que no lo es), sino para evadir su responsabilidad como presidente.

Benito Juárez recibió un país hecho trizas en lo económico, en lo político, en lo social y hasta en lo moral, y no hay ni medio renglón en sus múltiples biografías donde haya culpado a sus predecesores de los destrozos que dejaron. Sin duda en eso estriba parte de su grandeza.

AMLO ha culpado una y otra vez a los gobiernos anteriores de todos los males que padece la nación, sin ponerse a pensar que 30 millones de mexicanos lo eligieron precisamente para que arregle esos entuertos, y no para que esté de plañidero.

Si Juárez viviera sería un crítico implacable del autoritarismo y el modo unipersonal de gobernar de Andrés Manuel.

Como contestación AMLO lo descalificaría, lo exhibiría y humillaría públicamente. Es decir, lo destrozaría desde el paredón en que ha convertido el Palacio Nacional con sus conferencias mañaneras, porque esa es su naturaleza.

Ya desde ahí, inútil que quiera equipararse con la estatura de un estadista como Benito Juárez.

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