Ayer publiqué tres poemas dedicados a Charlie Parker, debe haber muchos más pero, sin duda alguna, el texto más famoso que se le ha dedicado es El perseguidor, de Julio Cortázar, una ficción basada en la vida de Bird, representado en el relato por Johnny Carter. Mediante el personaje narrador, el crítico musical y periodista Bruno Testa, Cortázar construye la antítesis del protagonista; Bruno representa la ecuanimidad, la racionalidad, la mesura que se contrapone a los arranques emocionales del atormentado y visceral saxofonista. En las primeras páginas, el narrador declara:

«Soy un crítico de jazz lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus rabias y sus llantos. A él le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente que él está al principio de sus actos mientras yo vivo condenado a conformarme con el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo…»

El texto se desenvuelve en una serie de contradicciones que mantienen viva la oposición entre los personajes centrales. El artista —obsesionado con los malabares del tiempo y agobiado por la soledad— pasa de la demencia a la lucidez con una vertiginosidad que recuerda su música; el intelectual trata de entender al artista que se esconde tras tantas disertaciones absurdas y los versos de Dylan Thomas. El propósito de escribir la biografía del saxofonista se convierte en el pretexto del crítico para internarse en los laberintos existenciales que proveen de pulso vital a la música. Los pertinaces interrogatorios del biógrafo hacen pensar que es el perseguidor del artista, el título del libro, sin embargo, nos es revelado en un pasaje de gran tensión dramática y notable dosis estética:

«Con estas noticias y un coñac en el café de la esquina, nos hemos instalado en la sala de audiciones para escuchar Amorous y Streptomicyne. Art ha pedido que apagaran las luces y se ha acostado en el suelo para escuchar mejor. Y entonces ha entrado Johnny y nos ha pasado su música por la cara, ha entrado ahí aunque esté en su hotel y metido en la cama, y nos ha barrido con su música durante un cuarto de hora. Comprendo que le enfurezca la idea de que vayan a publicar Amorous, porque cualquiera se da cuenta de las fallas, del soplido perfectamente perceptible que acompaña algunos finales de frase, y sobre todo la salvaje caída final, esa nota sorda y breve que me ha parecido un corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan (y él hablaba del pan hace unos días). Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso, la ansiedad que busca salida en esa improvisación llena de huidas en todas direcciones, de interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender (porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino) que Amorous va a quedar como uno de los momentos más grandes del jazz. El artista que hay en él va a ponerse frenético de rabia cada vez que oiga ese remedo de su deseo, de todo lo que quiso decir mientras luchaba, tambaleándose, escapándosele la saliva de la boca junto con la música, más que nunca solo frente a lo que persigue, a lo que se le huye mientras más lo persigue. Es curioso, ha sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía a esto, a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado a entender en mi biografía (por cierto que la edición en inglés acaba de aparecer y se vende como la coca-cola). Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él, de todo lo que en él corre contra mí y contra todos, esa masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido que me pasa los dedos por la cara y me sonríe enternecido».

Al final, triunfa la razón sobre la pasión, el soñador es condenado y el pensador, condecorado. El remate es una ironía contundente y demoledora:

«Primero llegaron los telegramas (a Delaunay, a mí, por la tarde ya salían en los diarios con comentarios idiotas); veinte días después tuve carta de Baby Lennox, que no se había olvidado de mí. ‹En Bellevue lo trataron espléndidamente y yo lo fui a buscar cuando salió. Vivíamos en el departamento de Mike Russolo, que anda en gira por Noruega. Johnny estaba muy bien, y aunque no quería tocar en público aceptó grabar discos con los chicos del Club 28. A ti te lo puedo decir, en realidad estaba muy débil (ya me imagino lo que quería dar a entender Baby con esto, después de nuestra aventura en París) y de noche me daba miedo la forma en que respiraba y se quejaba. Lo único que me consuela —agregaba deliciosamente Baby—, es que murió contento y sin saberlo. Estaba mirando la televisión y de golpe se cayó al suelo. Me dijeron que fue instantáneo›. De donde se deducía que Baby no había estado presente, y así era porque luego supimos que Johnny vivía en casa de Tica y que había pasado cinco días con ella, preocupado y abatido, hablando de abandonar el jazz, irse a vivir a México y trabajar en el campo (a todos les da por ahí en algún momento de su vida, es casi aburrido), y que Tica lo vigilaba y hacía lo posible por tranquilizarlo y obligarlo a pensar en el futuro (esto lo dijo luego Tica, como si ella o Johnny hubieran tenido jamás la menor idea del futuro). A mitad de un programa de televisión que le hacía mucha gracia a Johnny, empezó a toser, de golpe se dobló bruscamente, etc. No estoy tan seguro de que la muerte fuese instantánea como lo declaró Tica a la policía (tratando de salir del lío descomunal en que la había metido la muerte de Johnny en su departamento, la marihuana que había al alcance de la mano, algunos líos anteriores de la pobre Tica, y los resultados no del todo convincentes de la autopsia. Ya se imagina uno todo lo que un médico podía encontrar en el hígado y en los pulmones de Johnny). ‹No quieras saber lo que me dolió su muerte, aunque podría contarte otras cosas —agregaba dulcemente esta querida Baby—, pero alguna vez cuando tenga más ánimos te escribiré o te contaré (parece que Rogers quiere contratarme para París y Berlín) todo lo que es necesario que sepas, tú que eras el mejor amigo de Johnny›. Y después de una cuartilla entera dedicada a insultar a Tica, que de creerle no sólo sería causante de la muerte de Johnny, sino del ataque a Pearl Harbor y de la Peste Negra, esta pobrecita Baby terminaba: ‘Antes de que se me olvide, un día en Bellevue preguntó mucho por ti, se le mezclaban las ideas y pensaba que estabas en Nueva York y que no querías ir a verlo, hablaba siempre de unos campos llenos de cosas, y después te llamaba y hasta te decía palabrotas, pobre. Ya sabes lo que es la fiebre. Tica le dijo a Bob Carey que las últimas palabras de Johnny había sido algo así como: ‹Oh, hazme una máscara›, pero ya te imaginas que en ese momento…›. Vaya si me lo imaginaba. ‹Se había puesto muy gordo›, agregada Baby al final de su carta, ‹y jadeaba al caminar›. Eran los detalles que cabía esperar de una persona tan delicada como Baby Lennox.

«Todo esto coincidió con la aparición de la segunda edición de mi libro, pero por suerte tuve tiempo de incorporar una nota necrológica redactada a toda máquina y una fotografía del entierro donde se veía muchos jazzmen famosos. En esa forma la biografía quedó, por decirlo así, completa. Quizá no esté bien que yo diga esto, pero como es natural me situó en un plano meramente estético. Ya hablan de una nueva traducción, creo que al sueco o al noruego. Mi mujer está encantada con la noticia».

«Esto lo estoy tocando mañana», decía reiteradamente Johnny y no se equivocaba, todo lo que tocó Charlie Parker en los años cuarenta y principios de los cincuenta, lo está tocando ahora.

 

 

Ver también: Tres plumas para Charlie Parker, el pájaro negro del jazz



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