Para las Yuris, Frida y Valentina, con amor

Cada 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, abundan los homenajes y eventos, serios unos, con análisis real de lo que falta por hacer en la materia, chabacanos otros, armados al vapor y para hacerse presentes políticos y aspirantes a serlo; además, claro está, del consabido compartir de letreritos y mensajes en redes sociales alusivos a ellas, que más parecen inspirados en el Día del Amor y la Amistad.

Con todo, vale la pena detenerse en la efeméride y tratar de recuperar su significado.

De lo que se trata en todo caso es de reforzar un conjunto de ideas y propósitos que deben marcar el día a día de las relaciones sociales, de nuestra cotidianeidad, lo mismo en la casa que en los espacios públicos: abrazar la causa de las mujeres y sus reivindicaciones individuales y colectivas para hacer de la equidad e igualdad de género una realidad en nuestras sociedades.

Debe reconocerse que la lucha que han dado las mujeres en el ámbito público y privado para hacer oír su voz y conquistar espacios, y que les ha costado sangre, sudor y lágrimas, ha sido importantísima y ha permitido una cosecha de avances y cambios legales y políticos impensables hasta hace unas décadas. El feminismo como corriente transformadora ha tenido sin duda grandes éxitos.

No obstante, el camino para seguir avanzando es arduo y precisa de grandes cambios en la visión masculina del significado y objetivos de esta lucha y de superar prejuicios y ataduras mentales de los hombres.

¿Porqué nos cuesta tanto trabajo hacerlo?

Se ha dicho que las resistencias que obstaculizan la construcción social de la equidad de género como principio organizador de la democracia obedecen a varios factores, entre ellos, la inercia de sistemas de valores y de conocimiento construidos por y para los hombres, el rechazo del personal masculino a la competencia femenina en sus espacios públicos y privados, y, en gran medida, la resistencia de los hombres a aceptar que la irrupción de la  mujer en la vida pública cuestiona en buena medida los contenidos atribuidos a la masculinidad y las prácticas sociales que se le asocian: el poder del jefe de familia, la fortaleza, inteligencia, audacia y sagacidad del hombre, el espíritu de competencia, entre muchos etcéteras que sería prolijo referir.

Al ser una cuestión fundamentalmente cultural, la búsqueda de la equidad de género choca con las visiones y prejuicios de los sectores dominantes, de los grupos de poder y con nuestras propias ataduras mentales. Véase si no, por citar algunos ejemplos,  cómo los medios de comunicación y la Iglesia en sus mensajes y discursos reproducen invariablemente los estereotipos de desigualdad contra la mujer. Sea la utilización de ellas como objetos sexuales y decorativos o los llamados a rechazar su libre determinación reproductiva. Las mujeres, según estos cánones, además de incorporarse al mercado laboral, deben hacerse cargo del hogar y del cuidado de los hijos, vestidas a la moda y embellecidas para sus parejas, para cumplir con lo que pareciera su «obligación biológica».

Mientras, los datos duros y la estadística nos muestran la cotidianeidad de la violencia contra la mujeres, ya sea física, sicológica o emocional; ello sin dejar de mencionar el alarmante número de crímenes que han vuelto concepto de moda el de los feminicidios. Abundan los secuestros, asesinatos, desapariciones y ejecuciones de mujeres que nutren la nota policiaca en nuestro país, donde la impunidad ha sido, Veracruz incluido y de manera alarmante, el denominador común en estos hechos.

Vivimos en una sociedad en la que sin mayor preocupación los hombres se creen con la potestad de acceder sexualmente a las mujeres, en el ámbito privado o en el espacio público, puesto que es una expectativa social normativa el reafirmar de esa forma nuestra masculinidad, con los consabidos resultados de abuso, violencia y dominación que conlleva esa arraigada visión del rol que debemos jugar.

El reto que enfrentamos para lograr la equidad de género en nuestra sociedad es por tanto enorme. Se requieren grandes transformaciones culturales que no limiten nunca más el papel de la mujer en las esferas social, económica, política y familiar.

Hoy, es claro que ninguna sociedad puede considerarse genuinamente plena, si no respeta el compromiso de la inclusión plena de la mujer en todos los aspectos de la vida nacional.

La lucha política de las mujeres es una lucha cotidiana, que exige de las instituciones públicas, los partidos políticos y de todas las organizaciones y sectores, un gran compromiso para contribuir a hacer realidad los cambios legales de los años recientes que posibiliten construir una nueva dinámica de relaciones sociales y culturales. 

No basta sólo con la creación de instituciones u organismos públicos para las mujeres, con crear unidades de género en las dependencias públicas, con mandar mensajes de felicitación en las redes sociales o poner moñitos naranjas cada día 25 de mes para tomarse fotos alusivas al Día de la No Violencia contra las Mujeres, ni con asignarles determinadas cuotas al interior de los partidos políticos o encumbrar, para presumir equidad en un gobierno y ser “políticamente correctos”, a algunas afortunadas en puestos públicos que al final terminan muchas veces por reproducir la desigualdad con sus congéneres-, como se va a avanzar de verdad en esta materia.

Como no ayudan tampoco los radicalismos ni las discusiones bizantinas sobre el “lenguaje inclusivo y no sexista” que riñe con la gramática y la sintaxis, ni los discursos falaces y agresivos sobre el “empoderamiento” de las mujeres, por más radicales que sean, como se va a transitar más rápido en este sinuoso camino.

Comprometerse en la lucha por la equidad de género es tarea de hombres y mujeres. Sin visiones sectarias y dejando a un lado los prejuicios.

Hacerlo así, con la suma de voluntades para cambiar los roles que nos atan será posible superar los estereotipos, suprimir cualquier acto discriminatorio, combatir el acoso sexual y el abuso de poder, redistribuir equitativamente las actividades entre los sexos en los ámbitos público y privado, y valorar con justicia los distintos trabajos que realizan hombres y mujeres.

Se trata en suma de pugnar juntos para modificar las estructuras sociales, los mecanismos, reglas, prácticas y valores que reproducen la desigualdad.

La meta es, sin más, fortalecer el poder de gestión y decisión de las mujeres porque debemos tener claro que la igualdad de género es un factor esencial para la modernidad de nuestra sociedad y para consolidar su desarrollo democrático.

Solo con ellas lo alcanzaremos.

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