En sólo unos meses, México pasó de ser un país en que cualquier tragedia nacional tenía un único responsable: el gobierno, a un territorio kafkiano en el que no importa lo que pase, nada es culpa del gobierno. En esta lógica, la tragedia de Tlahuelilpan ha vuelto indestructible al presidente López Obrador, llevándolo a una popularidad que no tiene ningún otro mandatario en el mundo.
La muerte de un centenar de personas –lo mismo por un atentado, un accidente, un desastre natural, una pandemia o la estampida de una multitud- suele empujar a los gobiernos a una crisis política y social. No importa si la tragedia se da en un país desarrollado o en cualquier población devastada por la pobreza, el gobernante tiene que pagar un alto costo político.
Aquí ha sucedido exactamente lo contrario: el Presidente deslindó a su gobierno –principalmente al Ejército y a Petróleos Mexicanos- de la responsabilidad por el inadecuado manejo de la crisis en la explosión del ducto de Tlahuelilpan y acusó directamente a la población de ser el autor involuntario de la tragedia. Y los mexicanos, nueve de cada diez, han aceptado la versión del Presidente.
Nunca un gobierno de la República había iniciado con tantos conflictos, enfrentando una cascada de crisis de todo tipo: la cancelación del nuevo aeropuerto, el incremento de la violencia y la creación de la Guardia Nacional, la muerte inesperada de la gobernadora de Puebla y el coordinador del PAN en el Senado, y ahora, la explosión de un ducto de gasolina que arrebató la vida a un centenar de personas.
Pero cada crisis suma puntos al Presidente. A partir de una serie de falacias que giran en torno a la promesa del combate a la corrupción, López Obrador construye una credibilidad tan fuerte como la roca.
La explosión del ducto de Pemex en Tlahuelilpan, Hidalgo, no ha golpeado la imagen del Presidente. Al contrario, “su popularidad creció y ahora roza el 90% de aprobación a nivel nacional”, de acuerdo con una encuesta realizada por el Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE) y publicada este martes por diversos medios nacionales.
En medio del luto nacional, los resultados resultan sorprendentes. A la pregunta «¿qué opinión tiene de?», el presidente Andrés Manuel López Obrador alcanzó el 88% de las opiniones favorables a nivel nacional. Nunca un presidente mexicano había tenido tal nivel de aceptación, mucho menos empujado por una crisis.
La encuesta también encontró que la mayoría de la población acusa que los tres principales responsables de la explosión fueron los mismos pobladores (36% a nivel nacional), seguido de los huachicoleros (36%) y Pemex (4%). Al presidente López Obrador no se le percibe como uno de los responsables de la tragedia: a nivel nacional apenas es mencionado por una de cada cien personas (1%).
Además, señala el artículo, el 80% de las opiniones a nivel nacional aseguraron que están de acuerdo con la actuación del Ejército el viernes pasado, cuando antes de la explosión se limitaron a persuadir a la gente para que abandonara la zona, evitando caer en confrontaciones y sin hacer detenciones. Es decir, la versión oficial que el Presidente defendió desde el primer momento.
¿El resultado? El tabasqueño puede hacer y decir lo que le venga en gana. Su fuerza política rebasa por mucho a su propio gobierno. Y él lo sabe muy bien.
Paradójicamente, la tragedia logró distraer a los ciudadanos del problema que le dio origen: el combate al robo de gasolina y el desabasto. La estrategia sirvió de termómetro para medir la tolerancia de la población a que el Presidente actúe por encima de la ley.
Al responder en torno a las razones para no licitar la compra de 571 pipas para repartir combustible y cuyo costo asciende a 85 millones de dólares (mil 606 millones 500 mil pesos al tipo de cambio actual), el Presidente dijo que «no licitamos la compra de las pipas en Estados Unidos porque no tenemos problemas de conciencia, porque no somos corruptos».
El razonamiento que hace López Obrador abriga preocupaciones: infiere que los procesos de licitación, por definición, encierran siempre actos de corrupción. Al mismo tiempo, establece que ante la acrisolada conciencia, no son necesarios esos procesos. Lo que no aclaró es si el gobierno desechará, en aras de la honestidad, toda la norma en materia de adquisición de bienes y servicios.
Estamos en la cuarta transformación, en la que el Estado puede prescindir de las instituciones y de las leyes, porque basta la voluntad personal del Presidente. Ya lo escribió Krauze: “el populismo alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público”.
El futuro nos alcanzó, de la mano de la tragedia, antes de lo que imaginábamos.
Las del estribo…
- No le fue bien al Gobernador en su última visita a Palacio Nacional. La imagen y el mensaje difundidos por redes sociales es una confesión involuntaria del frío presidencial. Habla de sintonía y de estrategias con el gobierno federal pero ningún funcionario de Presidencia lo acompaña. Al gobernante se le ve cada vez más solo, expuesto a las ambiciones de afuera y de adentro.
- El juicio político en contra del Fiscal Jorge Winckler aún no empieza y los titulares de los Poderes ya empezaron a confrontarse. El Presidente del TSJE, Edel Alvarez, advirtió que una vez que el caso llegue al Poder Judicial, tienen hasta un año para resolver el tema; el Presidente del Congreso respondió que si el juicio político va bien sustentado, no tendría por qué demorar ese tiempo. Al parecer, tendremos Fiscal para rato, a menos que en la próxima visita el Presidente se decida otra cosa.