Son de historias
Querida Liliem
He vuelto a leer el texto que recién escribí sobre la condición humana, la consciencia y la inconsciencia de quienes ejercen el poder. He tenido la sensación, de apresurar los pasos, para ir a la casa de Froylán, platicar sobre ello con él, como lo hicimos siempre, durante años, metidos en las reflexiones del comportamiento humano, en la tranquilidad silenciosa de la espaciosa sala de su casa, en donde con prudencia sigilosa, casi imperceptible, Raquel, su mujer, nos convidaba de jugo de naranja, colocando en la mesa de centro de la sala, con generosa atención, dos pequeños vasos conteniendo el delicioso néctar para ambos, sin interrumpirnos, respetuosa de nuestra charla, de las palabras y del silencio. Froylán, cuando esto sucedía, giraba ligeramente la cabeza hacia ella, y con una leve e imperceptible sonrisa de gratitud, le manifestaba su aprobación y complacencia. Ese fue el lenguaje profundo de Froylán, el silencio, los signos, los gestos, las actitudes. El andar, la constitución física de los otros, los gestos, las palabras, le decían mucho de quienes eran.
Tardes o mañanas placenteras, de plática, de palabras breves, cortas, mesuradas, sin aspavientos, enriquecidas de reflexivos silencios, que decían más que el habla.
En este libro leí anoche lo que tu me dijiste, me decía en algunas ocasiones. Me acordé en mi sueño, a la tres de la mañana de ello, y bajé a la biblioteca, a buscar el libro que se relaciona con lo que tu me dijiste, pero lo dices de una manera tan sencilla, que adquiere mayor profundidad y entendimiento. No me adules, era mi respuesta, porque me debilitas, me pones en riesgo, porque me la puedo creer. No te la crees, porque sabes conducir tus pensamientos, me decía. Pero siempre hay un hilo muy delgado de riesgo, le respondía, recuerda, la vanidad, pulula aun en las mentes aparentemente reflexivas o fuertes.
Pocas veces vi a Froylán atender con diligencia a ciertos hombres, acompañarles en su camino rumbo a su casa o su estancia, que era una especie de reconocimiento, o quizá el culto al conocimiento, al conocimiento agudo, profundo y reflexivo. Así lo hacía con el Maestro José Luis Melgarejo Vivanco, o con el apreciado Maestro Alberto Beltrán, con diálogo durante el camino, privilegiando los silencios. Hombres de pocas palabras, de signos, que escarbaban escudriñando el fondo de lo que no se decía, o se decían sin decírselo.
Complicada estancia para mi, en la casa de José Luis Melgarejo Vivanco, un joven impetuoso por la lectura, permanecer acompañando durante un par de horas, los días miércoles o jueves de cada semana, del Profesor Melgarejo Vivanco, en su espaciosa biblioteca. La cita era siempre a las 5 de la tarde, como en el poema de Federico García Lorca, a las cinco de la tarde en punto, siempre en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después. Procuré siempre estar en su casa de la calle de Insurgentes, quince minutos antes. Faltando diez minutos para las cinco, tocaba el antiguo timbre de plástico color café que resonaba con fuerza en el interior. Casi al instante, abría la puerta del amplio zaguán, un joven ayudante, que hacía las veces también de jardinero, y mantenía aseadas las dos camionetas aparcadas en el patio interior. El Maestro, había dispuesto, que al llegar, me condujeran a la biblioteca, en donde se encontraba trabajando, sagrado lugar, al cual poca gente de la casa osaba profanar. Ahí estaba el Maestro, envuelto en un silencio abrasador, sentado en una modesta silla, trabajando en su escritorio, siempre tomando apuntes, con letra manuscrita, en una pequeña libreta, datos extraídos de algún antiguo ejemplar, rodeado de cientos de libros que enmarcaban las paredes, como si de un templo de la sabiduría se tratara, se oraba ahí en silencio las plegarias del conocimiento.
El Maestro no interrumpía nunca su labor ante mi presencia, continuaba en ella atento, me sentaba en una de las sillas colocadas frente al escritorio, siempre procuré la del lado izquierdo, el Maestro, seguía escribiendo, tomando nota, imperturbable, cuando de pronto, exactamente a las cinco de la tarde, colocaba el lápiz en medio del libro, cerrando la pequeña libreta pausadamente, desplazaba libro y libreta un poco hacía adelante, levantaba con parsimonia la cabeza, colocando su mirada en la mía, en ese momento, sigilosamente, con un educado silencio, se percibían en lo inconmensurable del sosiego, los pasos de su hija Luisa, quien con voz delicada y suave, preguntaba: ¿un café papá?, asintiendo él, ligeramente con la testa, levantando al mismo tiempo su brazo derecho con lentitud, señalándome con su mano para que me hicieran la misma invitación. Diligente, Luisita, como él cariñosamente le llamaba, sin alterar el orden de la tranquilidad, acudía por las dos tazas de café, que con gentileza, al volver, colocaba casi imperceptiblemente, con una pequeña bandeja, las dos tazas con café, azucarera, dos cucharas, y las servilletas de papel. En seguida con voz afable y cariñosa, preguntaba al padre si no se ofrecía nada más, y él me miraba, y, yo refería, que así estábamos bien. Al retiro de Luisita, se hacia más inmenso y profundo el silencio. Nunca iniciaba el Maestro la charla. Minutos de silencio de ambos, largos, prolongados instantes que me eran inconmensurables. El Profesor sorbía el café con lentitud, tocando ligeramente con la boca, casi imperceptible, colocaba sus labios sobre el borde de la taza, mirando hacia la nada, como abstraído, profundamente analítico del espacio y tiempo, sin mirarme, sabía yo, que me media, que vigilaba mi hacer, mi actitud. Yo mantenía el silencio, sorbía igual con pequeñas probadas el sabroso café, acostumbrado como estaba él, a ser consultado, a ser discreto, a ser prudente, a ser mesurado, esperaba con paciencia estremecedora, que abriera yo la otra plática, la de la palabra.
Estas experiencias, querida Liliem, formaron en mí, el aprendizaje de la conducta humana, el de los signos para arropar silencios, el de la observancia de los hombres y de la importancia y el valor de callar, del lenguaje conductual, la lectura profunda de la experiencia, de la sabiduría, de la circunstancia, del instinto de sobrevivencia.
Una vez, pregunté al Maestro: ¿En qué momento entonces hay que hablar, Maestro?
En el momento indicado, fue su respuesta, hay momentos o circunstancias en que es oportuno hablar y actuar, y volvió a guardar silencio.
El profesor José Luis, me distinguió con su amistad, con su sabiduría, que se compartía también con la estrecha amistad de Froylán Flores y de Don Manuel Zorrilla Rivera, dos misantecos, lectores de libros, pero sobre todo de la conducta humana.
Te abrazo.
Emilio.
Diciembre 2018
“Café Flor Catorce”
Xalapa, Veracruz,
México.
Sintácticas
Del poemario de Jevs:
Besándote, contengo el deseo de tus palabras, que son tu condición de mujer, porque las palabras subyacen en el origen de la vida humana. La palabra, fue el bálsamo que reconfortó el alma de los recién creados y de los recién nacidos, lo sigue siendo, atemperando el alma y el espíritu, que de la nada, en aquellos tiempos de la creación y en estos, el temor se ha formado en la oscuridad del universo.
La palabra, es el origen del hombre, porque con ella reivindica su presencia terrena, con la esperanza sublime de prolongar su existencia, más allá de lo designios, se comunica con el creador a través de alabanzas que le mitigan el dolor, el sufrimiento y el deseo.
Krystian Zimerman, piano. Ludwig van Beethoven. Piano ConcertoNo.5inE♭major,Op.73ViennaPhilharmonic Orchestra. Conducted: Leonard Bernstein. Recorded at the Musikverein, Große Saal, Vienna, 9/1989.