Para los asuntos públicos, en México no hay cosa más importante que la política; la sociedad está acostumbrada a ver la realidad –por paradójico que resulte- a través de la mirada monocromática de los políticos, en la que todo está bien y hemos construido el México del futuro, pero al mismo tiempo, nada merece ser rescatado, porque se trata sólo de un país en ruinas. Ese ha sido el análisis del último informe de gobierno de Enrique Peña, un documento muy cerca de la ficción de los nuevos actores políticos y muy lejos del interés de los ciudadanos.

Pero la verdad es que ni estamos tan bien como asegura el presidente Peña ni estamos tan jodidos como acusan sus opositores. Ambos juegan su papel: el mandatario tratando de hacer una justificación histórica de su gobierno, y sus adversarios arando en la percepción social de que ante el caos, los cambios llevarán tiempo, no como lo había ofrecido el hoy presidente electo.

Desde el sábado hemos escuchado toda clase de adjetivos para señalar lo que ha sido la presente administración federal. Como el que inicia en diciembre próximo –aunque ya gobierna desde el pasado primero de julio-, el gobierno de Enrique Peña generó muy altas expectativas en medio de un país convulso por la violencia y la incapacidad de atajar privilegios y desigualdades.

Hasta el último momento de su administración el presidente sigue mostrando su frustración y enfado por el poco reconocimiento recibido a su trabajo, los mismos que viene arrastrando casi desde la mitad de su gobierno. Pero en algo tiene razón, será la perspectiva del tiempo la que califique su desempeño –como la historia lo ha hecho con cada Presidente-, y no la coyuntura en la que ha resultado el villano favorito incluso de su propia grey.

En su último informe de gobierno presentado el sábado pasado ante la recién estrenada LXIV Legislatura del Congreso de la Unión, el presidente Peña Nieto afirmó que luego de 6 años el país es mejor al  que recibió y que el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, recibirá una nación fortalecida y con estabilidad en lo político, económico y social.

Y a pesar de las buenas vibras con su sucesor, le mandó un mensaje que sonó a advertencia: un manejo inadecuado de las finanzas públicas puede derrumbar en días lo construido en décadas y que por ello privilegió, por encima de cualquier otra prioridad económica, la estabilidad. El catastrofismo oficial no funcionó antes y difícilmente será considerado en este momento.

Para Peña, las reformas estructurales son el logro más trascendental de esta administración y su mayor aportación el futuro desarrollo del país. Sin embargo, como en todos estos años, no hubo asomo de autocrítica en su incapacidad de implementarlas: la energética –con una mínima inversión privada y miles de trabajadores en el desempleo-, la educativa –con una resistencia de un sindicato que le ganó la batalla-; y hasta la hacendaria, con disposiciones que no generaron los ingresos que el país requiere, quedarán en el limbo del análisis subjetivo.

Lo único que realmente aceptó es que no se alcanzó el objetivo de recuperar la seguridad en el país –no hacerlo sería una doble victimización a los más de 100 mil muertos en su sexenio-, y advirtió que el cambio que impulsó “afectó añejos privilegios”. Eso también es cierto: truncó monopolios y enfrentó algunos poderes facticos, pero se vio indulgente y permisivo ante la corrupción y el enriquecimiento de gobernadores y colaboradores. En efecto, afectó privilegios pero concedió muchos otros que deben ser desterrados.

Tal vez por ello, lo mismo en el Congreso que en los partidos de oposición que hoy son gobierno, ha habido una crítica descarnada en la que no se reconoce mérito alguno, más que la herencia de un país en ruinas.

Si esto fuera cierto, el país estaría sumido en el caos social y la violencia en las calles; en cambio, el país camina: las personas salen a trabajar, los niños van a la escuela, la gente va a los centros comerciales a generar consumo. Pagamos menos por la telefonía y tenemos más autopistas que comunican al país. En todo caso, el gran pendiente ha sido precisamente el de la seguridad, fenómeno que obligado a que estas actividades ordinarias se realicen con restricción. El problema no es la economía, es la violencia delincuencial.

Para el líder de Morena en la Cámara de Diputados, Mario Delgado, el informe representa el fin de un gobierno decepcionante, de simulación, de abuso, saqueo, corrupción y de impunidad”. “Por eso precisamente Morena terminará con los abusos y privilegios de los altos funcionarios, eliminará la corrupción y sacará del estancamiento económico al país”, advirtió. Dijo que esos serán los objetivos de la agenda de trabajo del grupo parlamentario de Morena.

Mientras México siga cómo péndulo, gobernándose por ángeles y demonios -según el cristal con que se mire-, seguiremos siendo un país con la visión de iluminados y no de instituciones.

Las del estribo…

  1. Han transcurrido cuatro días desde que la horda de diputados federales duartistas perdieron el fuero. Hasta ahora, contra ellos ni un señalamiento, ni un citatorio, ni una orden de aprehensión. Desde el extranjero podrán esperar con lujosa comodidad que transcurran los escasos tres meses que restan a esta administración, y después, cobrar con inmunidad por los servicios prestados.
  2. Lo dicho. La nostalgia pesa más que la esperanza. El Presidente de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo ha empezado a deslizar la posibilidad de revivir el Día del Presidente, es decir, que el mandatario rinda su informe ante el pleno del Congreso de la Unión. Para la democracia, sería muy sano que se hiciera ante un Congreso opositor; en esta caso, con la mayoría del Presidente solo será el culto al personaje que tanto añora don Porfirio.