Por Luis Manuel González García

Las tendencias populistas en el mundo, crecen en la parte del mundo etiquetada como Occidente (Europa y América principalmente) curiosamente como una expresión equivalente al fundamentalismo de tintes islámicos en África y el Medio Oriente y algunas partes del Asia-Pacífico.

El populismo a que me refiero no es el concepto romántico que soñó Laclau, como un movimiento que “convoca al pueblo y es antielitista”, sino a una expresión política-electoral que invoca al pueblo pero representa a una élite ideológica y económica que aspira a hacerse del poder por la vía de la explotación de las múltiples insatisfacciones sociales en todas las sociedades modernas.

El populismo destructor se afianza de los aspectos que concitan los aspectos más emocionales y oscuros en una sociedad: la corrupción y la desigualdad, el supremacismo racial, la vejación histórica y el colonialismo, el derecho divino, todas ellas pese a la variedad de su configuración histórica y cultural, se convierten en el argumento central para proponer como solución ideas radicales, confianza absoluta en liderazgos reivindicadores, mesiánicos, redimidores, que carecen en general de argumentos políticos y técnicos, por lo tanto de viabilidad.

El populismo destructor gusta de camuflarse bajo la apariencia de ideologías socialistas o anarquismos moderados, en el fondo se trata de conservadurismos radicales orientados a la preservación o reinstalación de estructuras políticas y sociales caducas, escondidas bajo un discurso liberador que cae aplastado bajo su propio peso y la falta de argumentos que lo sustenten.

El populismo de Trump usó el poderoso sentido de pertenencia de la sociedad estadounidense y las históricas diferencias raciales como combustible que, por ahora, ha destruido uno de los mercados libres más grandes del mundo (el del TLCAN) y ha puesto en entredicho la teoría del comercio global.

El populismo sudamericano ha usado el sentido inveterado de la vejación de los pueblos conquistados, las ineficacias de los gobiernos democráticos o no y las profundas diferencias sociales; al tener el poder han destruido las estructuras económicas en mayor o menor medidas y han dañado sin remedio las posibilidades de una América unida.

El populismo inglés pero ahora más peligroso aún el de Matteo Salvini en Italia destruirán, sin lugar a dudas, el experimento de unidad multinacional más promisorio de la historia moderna: la Unión Europea. Volviendo al mundo a una convivencia fragmentada, llena de fronteras y límites nacionales. Su combustible, los nacionalismos inglés e italiano que en el último caso nos regalaron el Fascismo en el siglo XX.

Para los seguidores de los populistas, la razón histórica les asiste, la ineficacia de sus gobiernos los justifica, la búsqueda de mejora se convierte en un fin en sí mismo, no importa quien o que propongan mientras sea algo distinto, ahí la trampa que abre la puerta a los autoritoritarismos más severos, a las dictaduras y el fascismo en general: el líder populista puede hacer y decir lo que sea, la pureza autoconcedida de sus motivaciones y la superioridad moral de sus pretensiones lo justifica todo.

Mientras China, Rusia o los países nórdicos siguen avanzando y creciendo, manteniendo a raya los populismos locales, el resto del mundo nos estamos hundiendo en una pesadilla destructiva de la que quizás no despertaremos, al menos no como países libres y democráticos.