Vivimos ya la fiebre mundialista. Estamos inmersos en el torrente de emociones que cada cuatro años nos trae esta justa internacional, la más popular del planeta, el acontecimiento deportivo por excelencia y el espectáculo de masas más importante desde hace muchas décadas.
Y más cuando la selección nacional nos regaló el mejor presente del Día del Padre: un contundente triunfo contra Alemania, el campeón del mundo. Un resultado incuestionable, impensable y que hizo estallar el júbilo de la fanaticada y de un país entero ávido de buenas noticias, de triunfos, de alegrías en medio de nuestra cotidianeidad marcada por el desánimo, el hartazgo ante la corrupción y la simulación de los gobiernos, el enojo social por nuestras lacras del día a día, potenciadas hoy por la guerra sin cuartel que libran los candidatos que buscan el voto ciudadano en unas campañas que nos tienen ya aburridos por lo reiterativas y carentes de imaginación. Esperamos ya que sea 1 de julio para que esto acabe mientras nos interesa más el balón que rueda en las canchas de Rusia.
La victoria de México por 1-0 frente a los teutones no se ha escapado al intento de utilizarse políticamente. No solo en su vertiente de catarsis social sino en lo que cada bando quiere interpretar: que si no siempre gana el favorito en las encuestas o que este triunfo nos demuestra que es posible cambiar, con determinación y coraje, nuestro eterno presente de derrotas.
Lo que es un hecho es que el fútbol es tan relevante que desde que se popularizó ha sido objeto de utilización política, ya sea por su función de instrumento de liberación de las frustraciones colectivas, de sustituto contemporáneo de la religión, de amplificador de las pasiones nacionales o locales, de vehículo para exaltar lo que se pretenden virtudes de la colectividad como solidaridad, compañerismo, espíritu de sacrificio, sentido del deber, sentido del territorio, anticipación al adversario u olfato goleador, personificadas en los jugadores.
Por eso como cada cuatro años el sueño mundialista se colectiviza y los once jugadores que saltan a la cancha llevan en sus botines y en sus playeras la carga del honor patrio, de traer a México los mejores resultados, de jugar el quinto partido, de ilusionar a los ilusos, de honrar la bandera que el presidente puso en sus manos. Son nuestro héroes de un ratito, la oncena que concentra las aspiraciones de un futuro de grandeza, símbolo temporal de la nación, y, desde luego, el distractor más a la mano de los agobios cotidianos, de la frustrante tarea de tratar de entender los temas difíciles, el mejor espectáculo para no aburrirnos con discusiones y peroratas sobre el rumbo del país, para obviar las insufribles campañas.
El fútbol y la política tienen más en común de lo que nos imaginamos: los dos implican procesos organizativos y colectivos que se vinculan con el propósito de vencer o convencer al otro. La política como el fútbol tiene como fin último dominar al rival, ganarle al equipo de enfrente a como dé lugar. Ambos son pasionales, viscerales y despiertan torrentes de amores y odios. Fútbol y política son juegos colectivos, requieren de gente que participe en estos procesos y lo haga de manera tal que resulte gozoso, o al menos divertido, hacer o ver como se hacen gambetas, goles o jugadas de fantasía, sean éstas futbolísticas o políticas.
El fútbol es un espejo de nuestras sociedades. Favorece el despliegue de las energías y las pulsiones colectivas, las proyecciones imaginarias y los fanatismos patrióticos. Por ello ha sido usado para el mantenimiento de nuestro nacionalismo y la cohesión en torno a proyectos políticos o regímenes gubernamentales, sin que muchas veces pueda evitarse el dar pábulo a arrebatos, explosión de frustraciones o violencia en los estadios ante situaciones límite que enfrentan los equipos en su transitar por la liga o en ocasión de encuentros internacionales o del Mundial de fútbol, que es cuando este deporte adquiere la apariencia de una guerra ritual, provista de una parafernalia tal que en su paroxismo es reveladora, en muchos sentidos, de los vicios y virtudes de un país o de una comunidad. Por eso es regla general que los líderes políticos asistan a los partidos de mayor atracción para mostrar su empatía con la pasión del fútbol o reciban a los jugadores que ganan campeonatos.
En el fútbol siempre queremos ganar, pero ¿ganamos algo? Al término del encuentro, se haya conquistado o no la copa, calificado o no nuestro equipo, más allá de los arrebatos o la euforia, emerge la triste realidad que nos regresa al estatus de simples espectadores y consumidores del futbol o de la política. Ya vendrán, como siempre, los discursos y el aprovechamiento político por la victoria o, según el caso, las justificaciones de lo que pudo haber sido y no fue o de que lo mejor está por llegar en el próximo Mundial.
Quizá lo más importante y rescatable de la loca pasión por este inabarcable fenómeno de masas es que al sufrido ciudadano el fútbol le ofrece la esperanza e identidad que, las más de las veces, no reconocen en la política y menos en los políticos.
Por eso, mejor nos ponemos la camiseta y disfrutamos a tope el Mundial de Fútbol en Rusia.
Ya lo demás, nuestra compleja, frustrante y desalentadora cotidianeidad, es, durante un mes de torneo, lo de menos.
Ya el 1 de julio, como debe ser, les sacaremos la tarjeta roja a los políticos de siempre.
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