Puerto Isabel

Fidencio había pensado establecerse ya en su pueblo, se sentía cansado de la vida mundana y de vivir en aquella ciudad tan absorbente del tiempo y de la vida, han transcurrido muchos años desde que llegó a Puerto Isabel en los Estados Unidos, confiado de que ahí podía alcanzar los objetivos que se había planteado desde muy joven, no quería envejecer así, como así, en el Fundo, congregación en la que nació y pasó su infancia y su adolescencia, por eso se había trasladado al puerto, a este puerto que le había permitido enviar un dinero de cuando en cuando a su familia, logrando alcanzar algunas mejoras en la casa materna, en la cual su madre Cristina había hecho uso de la remesa enviada. La casa ya se miraba diferente, y los jóvenes del pueblo, deseaban también ir al otro lado para ganarse unos centavos más. Las jóvenes reconocían en la valentía de Fidencio el haber partido, muy joven aún hacia aquellas lejanas tierras, en donde se hablaba en otra lengua, con otras costumbres, y el mar, que conocían, pero que en el Fundo sólo se trabajaba la tierra en las parcelas; la siembra de plátano, de naranja, de frijol y de algunos otros árboles frutales como el mango, pero del mar poco, de pesca menos, y en Puerto Isabel se trataba de hacerse a la mar, a la navegación, a tirar las redes a las profundidades de las aguas para atrapar en los bancos de peces el producto que las empresas pesqueras empacarían para el consumo propio y en otras latitudes. Los comentarios de los habitantes de el Fundo, rondaban sobre la casa de doña Cristina, que con orgullo miraba de cuando en cuando, la otra planta, la de arriba, que los albañiles con denuedo construían,  realizando los trabajos abrazados por el intenso sol que hacía secar de inmediato la revoltura del cemento con el que trabajaban. Por ello, los ladrillos tenían que ser colocados con prontitud, con rapidez, con velocidad, para ganarle a la vaporización del agua vertida en la mezcla, y ellos ardientes como se encontraban a causa del intenso sol, sudaban copiosamente, sorbiendo con frecuencia grandes cantidades de agua, a veces de frutas que la hermana de Fidencio preparaba, y no tardaba que de vez en vez, alguna vecina proporcionara el vital líquido al observar a los hombres animados bullendo de sus cuerpos el sudor en donde parecía se les iba la vida.

Así, se fue construyendo en el imaginario del poblado y de rancherías vecinas  el progreso de Fidencio. Los hombres querían irse a donde él estaba, las mujeres competían entre ellas por saber más datos sobre Fidencio y los detalles de la casa.

Una tarde, Rosario, la encargada y propietaria donde se encontraba establecida la caseta telefónica, salió apresurada hacia la casa de Cristina, madre de Fidencio, con el delantal puesto y secándose las manos en la prenda, su rostro regordete, denotaba entusiasmo y sorpresa, iba de prisa a dar la buena nueva, Fidencio estaba al teléfono, desde allá, desde Puerto Isabel y había pedido hablar con su madre, o su hermana o cualquier familiar que se encontrará en su casa. A la madre, le tomó de sorpresa la presencia de Rosario, quien jadeante y sudorosa apenas podía pronunciar palabra, extendiendo el brazo hacia su casa en donde se encontraba la caseta telefónica, Cristina entendió las intenciones de Rosario quien sólo alcanzaba a agitarse más. La madre salió de prisa y tras ella la encargada de las comunicaciones en el pueblo. Cristina, ya en la caseta, tomó el auricular, emocionada, escuchó al hijo pródigo que le decía: madre estaré en el Fundo dentro de cuatro días, parto hoy mismo para allá, va conmigo Bárbara y llevo a tu nieto para que los conozcas, la madre estalló en llanto, llena de emoción, expresaba que Fidencio estaría en el pueblo en cuatro días. La noticia corrió en unos cuantos minutos y en corto tiempo todo el pueblo y las rancherías estaban enteradas. Las mujeres se inquietaron, las más jóvenes guardaban anhelante curiosidad, por conocer a la norteamericana con la cual Fidencio había procreado un hijo, según se sabía, e imaginaban una mujer como las que veían en las revistas, rubias, esbeltas y pronunciando palabras en un  inglés sensual.

El día de la llegada de Fidencio, Bárbara y la criatura, el pueblo en su conjunto se encontraba a la expectativa, y poco a poco para el medio día, la muchedumbre se fue acercando a la casa de Cristina en donde los albañiles habían apurado los quehaceres. Un grupo ya bastante grande, rodeaba la casa, hablaba sobre la llegada de tan distinguidos visitantes. Ya para la una de la tarde, ante el intenso calor y un sol que presagiaba fuerte bochorno para la noche, un chiquillo subido en un poste, avizoró en la lejanía del camino aun no asfaltado de la entrada a la comunidad una capa sahariana enorme de polvo, que se acercaba hacia el caserío, y gritó ¡ahí vienen! Sin saber como, de inmediato la muchedumbre se convirtió en un gentío expectante. Algunos niños y jóvenes corrieron al encuentro de lo que sabían era el héroe esperado. De pronto la nube de polvo que no permitía detectar que tipo de vehículo se trataba, se detuvo, no avanzaba, los que corrieron a alcanzarle se pararon también, lo que generó mayor incertidumbre. Uno de los chiquillos regresó jadeante a avisar, que el auto se había calentado y que se había detenido por falta de agua en el radiador, que se necesitaba agua. ¡Cubetas! Gritó la madre, ¡cubetas! Y como si hubiera sido una orden en un campo de batalla, corrieron en búsqueda de ellas, trayendo hombres y mujeres cubetas por donde quiera, algunas llenas, otras a la mitad y otras con una cuarta parte del líquido y corrieron con los recipientes, hacia lo que ya se veía era un auto americano.

Con el cofre levantado, vertían el agua sobre el radiador, y los que iban vaciando las cubetas, rodeaban el transporte con curiosidad intentando ver a través de los cristales, separando el polvo que estos tenían, soplando y sacudiéndolo con las manos, haciendo sombra en sus cabezas para evitar el reflejo de los luz intensa de los rayos del astro solar.

Una mujer de dimensiones enormes, corpulenta, permanecía sudorosa dentro, los cristales no se podían bajar ya que funcionaban con el motor encendido. Fidencio dio marcha a la maquina, la cual respondió y enfiló el auto hacia la muchedumbre, levantando nuevamente la tolvanera y seguido de quienes había acudido en su auxilio con las cubetas con agua. Al llegar ante la multitud, Fidencio descendió, y fue abrazado por los ahí presentes. Las mujeres se aglomeraron frente a la puerta del auto en donde Bárbara la mujer de Fidencio se encontraba, sudando, deseosa de bajarse. Cuando Fidencio reaccionó pidió le ayudaran a ella a descender del automóvil, y con toda su pesada humanidad, intentaba incorporarse sosteniendo al niño entre sus brazos, lo cual no lograba, por lo que tuvo que ser auxiliada, y ante el asombro de todos, la mujer ya fuera, con todo su grosor corporal, exclamó, entre tímida y sorprendida: ¡Helloo!

Y se escuchó entre la muchedumbre con sorprendida voz, a una joven mujer: ¡puta madre, irse hasta los Estados Unidos para casarse con una mujer así!

¡Mejor se hubiera esperado con una de acá del rancho!

Al mismo tiempo una madre decía a su hijo: ¡tu no seas pendejo Raúl! Si te vas para allá, te llevas una de aquí.

Sintácticas

De las miradas de Pancho Villa:

Mi coronel, traiga a diez hombres de los más bragados y cabrones, para que sean mi escolta.

Aquí están mi general.

Villa repasó minuciosamente a cada uno de ellos, había uno con aspecto temible y con una impresionante cicatriz en la cara.

Villa preguntó: ¿quién le hizo esto?

El soldado Jeremías, mi general.

Villa ordenó: tráiganme a ese, a este no lo quiero. Dije a los más cabrones.

Morena Son: Para ti Nengón