Epílogo sobre la obra Cuarenta años perdidos, de Stefan Zweig.

El momento más misterioso de un hombre, es aquel en que adquiere conciencia de su personalidad íntima, y el momento más misterioso de la historia de la humanidad, es el del nacimiento de sus religiones, aquel en que una idea, única y sola, brotando de una sola mente, se desborda impetuosa, y llega a centenares, a millares, a centenares de miles; aquel en que una chispa casual, transformándose en pavoroso incendio, abrasa toda la tierra proyectando las llamas hasta el cielo: he aquí los instantes verdaderamente místicos, los más sublimes en la historia del espíritu. Y, sin embargo, la mayoría de las veces, es imposible, andando el tiempo, encontrar el venero de esas corrientes religiosas. Este, yace sepultado en el olvido, y así, como el individuo raras veces, es capaz, a través de los años, de precisar el momento en que empezaron sus personales voliciones conscientes, así también, la humanidad, raramente puede señalar el punto de partida de sus inquietudes religiosas. Mary Baker, mucho más osada y absurda, funda la negación del estado de enfermedad y la omnipotencia de la fe, en un sistema que se propone exponer y difundir.

Para todos aquellos que gustamos de observar y estudiar la psicología de las masas y de los individuos, nos es dable, siquiera por una vez, poder seguir, paso a paso y a poquísima distancia; el nacimiento, crecimiento y dispersión de un proceso religioso.

Todo proceso religioso, tiene su origen en la incertidumbre del hombre, porque desconfía de sí mismo, y necesita asirse a la idea de un ser supremo, que le fortalezca su voluntad.  Este proceso neurofisiológico-emocional, es la razón de su esperanza, porque llegado el momento, el hombre puede extraviar esa creencia, y busca otra luz que le de certeza de su continuidad en su existencia. Que ese camino, esta lleno de sinuosidades, de pasajes escabrosos, de asperezas, que le dan la convicción  de su inferioridad, y busca la supremacía del ser poderoso que lo cobije y lo rescate de sus inseguridades y de sus elucubraciones. Pero esta Mary Baker, como muchos otros, encontró esa acogida en su fortaleza interior, y es así, como ella lo hizo, que el hombre con la resolución de su carácter transmutado en voluntad, alcanza logros que los demás tardan en comprender, pero con la esperanza de que se trate de un ser poseedor de tal virtud, se unen a él para clamar la eternidad.

De la obra de Stefan Zweig

Cuarenta años perdidos

(Extracto)

Tercera y última parte

A los veintitrés años, el oleaje de la vida, la arroja de nuevo al primitivo punto de partida; hasta los cincuenta años, Mary Baker será una carga que pesa sobre las personas, a quienes  deja indiferentes su grandeza y que en concepto de ella, están

situadas a un nivel muy inferior al suyo. Primero vive con su padre, después, se traslada a casa de su hermana Abigail, donde reside por espacio de nueve años, huésped por demás molesto y enojoso, pues desde la muerte de Wash Glover, vuelve a ser presa de accesos nerviosos y, a pesar de su condición de pensionista gratuita, no cesa de tiranizar con su irritabilidad a toda la familia. Nadie se atreve a contradecirla para no provocar los fits; hay que cerrar las puertas con gran cuidado, y todo el mundo en la casa debe de andar de puntillas, a veces anda como una sonámbula; a veces permanece días y días en cama, en absoluta inmovilidad, afirmando que no puede andar ni sostenerse y que todo movimiento le produce dolor, de su propio hijo, se deshace, su inquieto YO, no conoce otra preocupación,  que sí mismo. Toda la familia debe dedicar la máxima atención y apresurarse a satisfacer sus veleidosos caprichos, como aquel «Niger del Narzissus», de la conocida obra de  Conrad, oprime a toda la casa con su pasiva y fatal exigencia de atenciones, finalmente se forja una nueva manía, ha descubierto que sólo puede calmar sus nervios, cuando echada en una cama, alguien le mece, naturalmente ¡qué no harán para tenerla sosegada!, la familia  le procura en seguida la cama-columpio y mecen durante horas y horas a Mary Baker, y cuanto más se queja más empeora, la debilidad, la fatiga, toman formas totalmente patológicas; no puede bajar sola la escalera, los músculos ceden y el médico teme parálisis de médula espinal.

Mary Baker en 1850 es una enferma crónica, una tullida, ¿qué parte hay de verdad, y qué parte es producto de la voluntad y de la imaginación? Decirlo supone una gran dosis de osadía, ya que la histeria, de esta gran actriz, genial del mundo patológico, es capaz de representar la parodia con unos síntomas tan perfectos y acabados que necesariamente se confunden con la dolencia misma. Esta simulación sobrepasa la realidad, y el histérico que pretende persuadir a los demás, de que sufre esos achaques, resulta al fin…persuadido él mismo. Por eso no queda otro recurso, en un caso tan complejo como este, que desistir de aclarar si aquellos estados catalépticos son realmente estados de parálisis o simplemente hipertensiones nerviosas, propias de su voluntad.

Hay un episodio que autoriza toda clases de recelos : yace, ella en su lecho, inválida, tullida, cuando de pronto, oye cómo su futuro marido, grita pidiendo socorro. Pues veréis: de un brinco la paralítica salta de la cama y se precipita escaleras abajo para asistirle…esto hace suponer que Mary Baker hubiera podido superar, tiempo atrás, con el sólo esfuerzo de su voluntad, las más rudas manifestaciones de su dolencia, pero que no quiso hacerlo, o algo dentro de ella se lo impidió, su egocéntrico instinto, y este muro nervioso, alrededor de su secreto YO, nadie conseguirá derribarlo; antes, esta férrea voluntad, se dejará destrozar el cuerpo…con la extraordinaria energía espiritual que se encierra en aquel cuerpo caduco y frágil.

Mary Baker Eddy, nació el 16 de julio de 1821 en Nuevo Hampshire, falleció en Massachusetts, el 3 de diciembre de 1910.

Del filósofo del Asadero: descasarse y volverse a casar, es estar en el mismo infierno, pero con diferente diablo.