Edipo rey de Tebas (Adaptación)

Cuando Yocasta se entero de que era descendiente de los dioses, los maldijo, he inicio movimientos de su cuerpo; primero las extremidades superiores, que con un vaivén de ondulaciones buscaba asirse  a la negación de esa libertad de ser terrenal, no concebía tanta desdicha, estiraba sus largas piernas hasta alcanzar la punta de los dedos de su mano con los de sus pies. Miraba sin mirar, en contorsiones  equilibradas. Se sostenía en rítmicos movimientos en el espacio,  como un todo, esta expresión de sus sentimientos le llevaron a sostener esa fuerza, que le era consciente pero involuntaria, esa comunicación de su espíritu con su cuerpo le proporcionaba cierto descanso ante la realidad que le había sido revelada por el mensajero Sarjú, esto le encolerizó. Sus impulsos eran con precisión, como si hubiese sido proyectada por una ballesta hacia el espacio infinito, lo que fue potenciando su conciencia temporal y espacial.

Sus talones se juntaban con precisión y sus pies giraban hacia fuera y sus piernas algo separadas, le otorgaban el espacio suficiente para efectuar giros, de tal modo, que los brazos se abrían ampliamente, formando una línea casi perfecta. De repente, ante el impulso de esa fuerza, una fíbula salto por el aire, sintió que su vestimenta le dejaba al descubierto su corpórea figura. Esa aguja le hizo recordar lo que había sucedido meses atrás, Layo, rey de Tebas, había atravesado con ellas los pies de su hijo, ante el temor de que fuera a asesinarlo, y ese reclamo constante que se hacía, de no haber impedido que su hijo hubiera sido entregado a unos pastores, para que lo abandonaran en el monte Citerón, le atormentaba. Cada día, era un peso mayor en su conciencia.

¡Pobre Edipo! Hace mucho tiempo que vivo impresionada, de ese impacto imborrable en que no tuve la fuerza para impedir que Layo te entregará, con el fin de evitar te hicieras mayor, de repente, me convertí en una madre avergonzada, con el recuerdo claro, de no intentar salvar tu vida. No olvidare como lloraste al sentir el dolor que te provocaba la agudeza de las puntas de las fíbulas en tus pequeños pies. Mi alma herida, también sangraba al oírte y verte llorar intensamente, tu llanto rogaba piedad.

Después, caíste en un estado de vacío y desde ese momento te encontrabas solo. Estos sentimientos terrenales,  me  hicieron sentir el destino que habías emprendido en ese viaje.

Ahora, hijo, soy la madre de tus hijos, y, el rey de Tebas, Layo, tu padre, ha muerto por tus propias manos.

De Fliora Emilia a Aurelio Agustín (San Agustín)

De las confesiones

“Es la muerte de un hijo, Aurelio. Deberías haber acudido a mí para que los dos la hubiéramos llorado juntos. Aún no habías sido ordenado sacerdote, no tenías ningún compromiso y Adeodato era nuestro único hijo. ¿Acaso estabas tan avergonzado por lo que sucedió en Roma que no tuviste el valor de encontrarte conmigo? ¿O quizá tenías miedo de que volviera a ocurrir lo mismo? No entiendo por qué te cuesta tanto llorar. Es tu libro IX, Aurelio, quien lo dice. ¿En verdad opinas que es demasiado carnal mostrar dolor? ¡Ni siquiera permitiste que tu propio hijo derramara lágrimas al despedirse de su abuela paterna! Pero yo pienso que es más «carnal» reprimir el llanto, pues si no nos permitimos llorar, el dolor nos quedará dentro como una pesada carga.

Como he escrito, me prestó tus confesiones el sacerdote de Cartago. Deberás perdonar el que te transcriba algunas palabras que quiero comentar detalladamente. Espero de ti paciencia y que leas mis reflexiones con mente abierta. Son mis confesiones, si lo prefieres, pues considero esta carta algo más que un saludo personal: es también una carta dirigida al obispo de Hipona Regia. Han pasado los años y muchas cosas han cambiado desde que tú y yo nos amamos. Puede mi carta ser considerada, entonces, una carta a toda la Iglesia cristiana, por ser tú hoy hombre con influencia. Acepto que ello me inspira miedo, pero ruego a Dios que también la voz de una mujer sea escuchada por los hombres de Iglesia.

Tal vez recuerdes algo que te dije aquella mañana en que paseábamos por el foro romano contemplando la fina capa de nieve que se había posado sobre el Palatino. Te hablé de la tragedia de Séneca Me-dea, que yo acababa de leer, y en la que se advierte que también se ha de escuchar a la otra parte, y esa otra parte soy yo, ¿verdad? Tu libro I tiene un comienzo muy prometedor en el que alabas a Dios por su sabiduría y grandeza: «de quien, por quien y en quien son todas las cosas», escribes.

Tu sexo era también un órgano sensual. Al menos tú eres quien escribe constantemente sobre las apetencias de los sentidos, también cuando hablas de las del amor. ¿O acaso piensas que tus ojos o tus oídos son una creación divina superior a tu sexo? ¿Piensas en verdad que algunas partes del cuerpo son menos dignas ante Dios que otras? Tu dedo corazón, por ejemplo, ¿es más respetable que tu lengua? No olvides que de él también hiciste uso.

«La culpa sería mayor y más peligrosa si volvía a mancharme con el pecado». ¿Pecado porque Dios nos ha creado hombre y mujer con una gran riqueza de sentidos y necesidades? De instintos, si lo prefieres, o apetitos excitables. A ti puedo decírtelo sin rodeos, a ti que solías ser mi compañero de juegos en el lecho. Incluso llegas a incluir en la lista de tus pecados el que la historia de Dido y Eneas te atrajera en la juventud. Escribes constantemente en todos tus libros sobre el «deseo de los sentidos» y los «deseos pecaminosos». ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez seas tú quien desdeña los dones de Dios?

Más que del propio Nazareno. Pero en tu libró X vas aún más lejos, al subrayar no sólo tu desdén por el mundo de los sentidos y en consecuencia por la obra de la creación de Dios, sino por los propios sentidos, que, no lo olvides, también son obra de Dios”.