Durante décadas el templo de Hatshepsut, erigido por la mujer que se convirtió en faraón, se dejó fotografiar por millones de turistas con disimulado pudor. Su icónica apariencia de tres terrazas que asoman en las faldas de una pedregosa colina de Deir el Bahari evitó cualquier tentación de exhibir su rincón más sagrado: el santuario dedicado a Amón Ra, el dios solar que crea, sostiene y regenera la vida. «Lo llamamos ‘lo sagrado del lugar más sacro’«, relata a EL MUNDO el arqueólogo Zbigniew Szafraski, director de la misión de la universidad polaca de Warsaw que desde 1961, en plena guerra fría, reconstruye uno de los monumentos más formidables del antiguo Egipto. «Es la zona más noble e importante del templo con una función clave en el culto», desliza este experto que en 1999 tomó las riendas de un proyecto empeñado en curar siglos de desmemoria. El santuario, su páramo más íntimo, se ubica en la tercera terraza. Hasta ahora, al atravesar el peristilo, la majestuosa fachada -un pórtico levantado mucho más tarde, en época ptolemaica- marcaba el fin de las miradas. A partir de ahí arrancaba un santuario que las autoridades egipcias acaban de abrir al público tras una larga y costosa convalecencia.

El recoveco, de planta alargada y angosta, era la estación final de la festividad anual del Valle durante el Reino Nuevo (1539-1075 a.C.). Una procesión liderada por Hatshepsut (1478-1458 a.C.) y su corte de nobles y sacerdotes que cruzaba el Nilo y unía los templos de ambas orillas. «El santuario era una extensión del templo de Amón en Karnak, al otro lado del río. Había una línea directa que los conectaba», murmura Szafraski. La comitiva transportaba la barca sagrada del dios -con su proa y popa decorada con cabezas de carnero, el animal sagrado de Amón- acompañada por el estruendo de músicos y bailarines y la solemnidad de los miembros del clero que portaban estandartes, equipamiento litúrgico, ofrendas y estatuas de miembros de la familia real. Una legión de soldados custodiaba el ritual. Una vez recorrido el trayecto, la barcaza y la escultura de Amón -«el rey de los dioses» o «el señor de los tronos de las dos tierras», como le apodaban los egipcios- reposaban durante la noche sobre un pedestal de piedra en la sala de la barca, la primera de las estancias y el lugar donde se realizaba la última ceremonia. A la mañana siguiente, la procesión regresaba sobre sus pasos hasta el templo de Karnak.

Los muros se conservan y desvelan información sobre la ‘faraona’ Hatshepsut

Los detalles del acontecimiento han permanecido a salvo en los muros. Los relieves, que aún lucen la viveza de los colores originales, han sobrevivido incluso a las fechorías de los súbditos de Ajenatón, el primer faraón monoteísta de la Historia. Su restauración comenzó con el hijo del «rey hereje», Tutankamón, y -milenios después- la prosiguió el equipo llegado de Polonia desentrañando detalles de un período convulso y aún en tinieblas. «Hatshepsut fue un volcán de ideas. Por los muros del santuario sabemos de su pensamiento político, religioso y relacionado con la organización del Estado. Hay mucha información sobre su reinado y el Egipto de la época», indica Szafraski. «En los relieves, por ejemplo, queda grabado el momento exacto en el que decide ser faraón de Egipto«, sugiere el académico. «En ese instante trascendental su representación cambia de color. Su cuerpo pasa del amarillo, el usado para las mujeres, al rojo. Y varía, además, su designación. Empieza a hablar de sí misma como si fuera un hombre».

En los muros sur y norte de la sala de la barca -que antecede a la estancia de la estatua, con dos pequeñas capillas a ambos lados, y una sala final de época ptolemaica-, se dibujan también las ofrendas entregadas al rey y la deidad. Panes y dulces de diferentes formas; verduras (lechuga, cebolla, ajo, pepino o puerro); frutas (uvas, dátiles o granadas); carne; flores; y bebidas como vino, cerveza o agua aparecen representadas por doquier. Un despliegue que comparte escenas con la familia real. El pequeño santuario es el único lugar en el templo donde el clan de Hatshepsut se presenta al completo, finados incluidos. Comparecen en sus relieves desde los padres de la «faraona» – Tutmosis I y Ahmes- hasta su hijastro Tutmosis III, el rey guerrero que le sucedería en la poltrona. Sin olvidar a Neferure, la hija de Hatshepsut a la que su progenitora diseñó un futuro truncado. «Queda claro por el modo de representarla que su madre deseaba verla ocupando el trono de Egipto. Su idea era que otra mujer la relevara al frente del país», subraya Szafraski. Para la expedición polaca, el arrebatado orgullo familiar que exhibe la monarca desparramando su árbol genealógico sobre el santuario es una argucia para reivindicar «la legitimidad de sus derechos dinásticos».

Las salas que forman el pedazo más preciado del templo conocieron una vida larga y fecunda. El hallazgo durante los últimos años de ostracas -fragmentos de cerámica con inscripciones en demótico y griego- y monedas del reinado de Constantino I el Grande prueban que, dos milenios después de la «faraona», aún era un páramo accesible. «El lugar fue reutilizado tras un terremoto. Sirvió como una necrópolis con una veintena de tumbas de miembros de la familia real entre las dinastías XXI y XXV y luego fue un lugar de culto copto. Se construyó una iglesia y un monasterio y el santuario fue empleado como cocina. De ahí el hollín que cubría el interior», comenta el director del proyecto. Una existencia tan hollada que acabó colmada de achaques. «Al limpiar la zona nos topamos con una plataforma artificial construida encima del santuario para proteger su techo de los derrumbes de la colina. Tuvimos que reforzar lo que los ingenieros del antiguo Egipto habían inventado». La conservación encajó, además, nuevas piezas del puzle que Hatshepsut comenzó a unir tras su coronación, allá por el 1473 a.C. «Recuperamos bloques perdidos que han vuelto a su posición original. Ha sido un trabajo que nos ha llevado más de veinte años», concluye.

Con información  de El Mundo.es