En la naturaleza es posible encontrar individuos de diversas especies excepcionalmente blancos. El fenómeno puede obedecer a tres trastornos: albinismo, leucismo o isabelinismo. Los albinos, como le sucedió al gorila Copito de Nieve, no pueden producir ningún tipo de pigmento, por lo que tienen una coloración blanca. Los animales leucísticos son predominantemente blancos pero pueden producir algunos pigmentos. Por último, está el isabelinismo, una mutación genética que diluye el pigmento en las plumas de los pingüinos.
El isabelinismo es un terrible problema para los pingüinos papúa que habitan en la península Antártica, ya que pone en peligro su supervivencia. El camuflaje negro de la espalda de los pingüinos les protege de los depredadores que nadan por encima, un efecto que desaparece con la mutación.
El término isabelinismo entronca con la historia de nuestro país, concretamente con Isabel Clara Eugenia de Austria (1566-1633), la hija de Felipe II. Tras su boda con el archiduque Alberto de Austria, primo hermano de Isabel, su padre la otorgó como dote los Países Bajos y el ducado de Borgoña.
La misma camisa hasta la toma de Ostende
La infanta fue testigo como los Países Bajos se alzaron en armas contra la corona española en respuesta a las severas cargas económicas a las que les sometía el imperio y a las exigencias religiosas católicas. Este descontento cristalizó en la Guerra de los Ochenta Años o Guerra de Flandes. Fue precisamente en ese contexto cuando se produjo el sitio de la ciudad de Ostende (Bélgica) y cuando Isabel pronunció la famosa frase: “prometo no cambiarme de camisa hasta que se tome Ostende”. El asedio se prolongó más de lo esperado y los tercios del imperio del español no conquistaron la ciudad hasta tres años después (1601-1604). Fue uno de los asedios más largos y cruentos de la historia que se saldó con más de 100.000 fallecidos.
¡Tres años estuvo Isabel sin lavarse! Bueno, eso es lo que dice la leyenda. De ser cierto el color de sus ropajes habrían dejado de ser de color blanco y se habrían tornado en un blanco cremoso, el inconfundible “isabelino”.
Los prejuicios contra la higiene
La verdad es que en el siglo XVII la higiene brillaba por su ausencia. Las ciudades carecían de los más rudimentarios sistemas de alcantarillado y canalización, y las calles y plazas eran auténticos albañales por los cuales discurrían las aguas residuales.
Los ciudadanos tampoco eran un dechado de limpieza, se lavaban poco y lo hacían en “seco”, evitando el uso del agua. Lo peor es que lo hacían por prescripción facultativa. Todavía perduraban las ideas médicas gestadas por Hipócrates y Galeno en el mundo helenístico, el llamado “hipocratismo galenizado”. Así, estaba muy extendida la creencia de que la salud dependía básicamente del equilibrio entre los cuatro humores que integraban el cuerpo humano (sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema). Los malos humores se evacuaban mediante procesos naturales –hemorragias y vómitos- y el agua favorecía que se abrieran los poros de la piel y que a través de ellos entrasen los miasmas en el interior de nuestro cuerpo, favoreciesen la aparición de las enfermedades.
No en balde don Quijote tan sólo se asea tres veces en toda la novela: la primera cuando llega a la casa del Caballero del Verde Gabán, la segunda cuando llega al palacio de los duques y, por última vez, tras ser sacudido por un rebaño de toros y vacas.
En contra partida, también existían reglas de decoro personal en el Siglo de Oro español, como las que recomendó don Quijote a Sancho Panza cuando fue nombrado gobernador de la ínsula de Barataria: “lo primero que te encargo es que seas limpio y te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas les hermosean las manos”.
Con información de ABC.es