-Arcadio era muy pendejo, hija. Por eso yo me tuve que subir a la tarima y hablarles a los braceros.
-¿Y qué les dijo?
-Les dije que no fueran pendejos, que ya estaba bueno de que nos explotaran y no nos dieran ni techo. Que había que defender a los niños, mandarlos a la escuela y no a recoger naranjas.
Recuerdo bien las palabras de mi abuela. La mujer no fue a la escuela porque el sacerdote de su pueblo mandaba que las muchachas se quedaran en casa para aprender las labores domésticas; pero ella tenía una capacidad extraordinaria para contar historias que nos divertían. Sus narraciones ásperas y francas nos resultaban entrañables porque versaban sobre nuestro abuelo, nuestro padre o nuestros tíos.
Rosita, la bisabuela, que tenía menos formación escolar que la abuela, era aún más diestra en las artes de la narración oral. ¡Ella sí que te hechizaba con sus historias! ¿Será que la escuela te mata la creatividad para comunicarte de forma oral?
La abuela fue longeva, más de noventa años y hasta el último momento demostró quién mandaba en ese amplísima familia. Su fortaleza no decayó con el cansancio ni con la enfermedad. Cuando decidió que ya no quería vivir más cerró la boca, dejó de contar historias, de regañar y de comer. Pronto sus hijos la obligaron a alimentarse, pero llegó el día en que ni la más sofisticada medicina pudo evitar lo que es natural en el ser humano: la muerte.
Nunca he sido devota, pero me encantan las festividades del dos de noviembre. Altares, pan de muerto, tamales y chocolate para festejar a nuestros seres amados que ya no están y, sobre todo, para recordar que nadie se salva de morir. Todos y cada uno de nosotros tenemos fecha de caducidad.
La muerte no me asusta, pero desde que soy madre tengo el firme propósito de mantenerme viva mientras mi hija me necesite. Claro que mi propósito no sirve de nada porque pocos eligen el día de su muerte. No obstante, cuando pienso que la vida tiene un final o una transición que es la muerte, me convenzo de que no vale la pena sufrir o aferrarse a algo que es efímero. Cuando recuerdo que la muerte es parte de la vida, todo adquiere menos gravedad, me río más y disfruto intensamente mis momentos al pensar que podrían ser los últimos.
¿Qué harías si te quedaran pocos días de vida? Cierto, hay muchas películas sobre eso. ¿En qué gastarías tu tiempo? ¿En acumular dinero para tus hijos? ¿En perdonar? ¿En hacer las cosas que amas? ¿En vivir como siempre lo has hecho? ¿En la venganza?
Dice Octavio Paz que mueres como vives y que si tu muerte no corresponde a la vida que llevaste es porque en realidad esa vida no era la tuya. No lo sé, pero sí creo que los últimos días deberían ser de gozo, de paz y por qué no, de felicidad.
¿Sería diferente nuestra vida si no solo el dos de noviembre recordáramos que vamos a morir? Es comprensible que en la juventud no se nos ocurra pensar en nuestra muerte, pero tampoco entre los viejos parece existir la idea de que la vida se va a terminar. Vivimos enojados, frustrados, ansiosos o neuróticos por mil razones, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo para sufrir. Debe ser una adicción a las sustancias químicas que produce el cuerpo cuando estás de mal humor.
Es curioso que en una sociedad en la que los muertos caen por miles y no por decisión o enfermedad sino a manos de la violencia, no pensemos a menudo en nuestra muerte. Más bien parece que nos hemos hecho insensibles no solo a la muerte sino a la tortura, al sufrimiento, al abuso. Tanta sangre derramada y tanto sadismo que se comparte en la red han transformado la muerte en un producto de consumo, muy alejada de su carácter ritual de antaño.
Pero el dos de noviembre es la oportunidad de recuperar el sentido mítico de la muerte, la propia y la ajena. Esta fecha es un pretexto para que detengamos esa inercia que nos lleva a afirmar que «la vida no vale nada» y que «aquí nos tocó vivir». Que vayamos a morir no debería significar que la vida no importa, sino que precisamente porque nos vamos a ir de este mundo, es necesario vivir bien y dejar este planeta, o por lo menos este terruño, un poquito mejor.
Las festividades del día de muertos son un evento propicio para comunicar que es posible cambiar las cosas, no solo porque ahí viene el 2018, sino porque podemos sacar partido de nuestras tradiciones para no olvidar que somos comunidad.
Los que estamos, los que somos y los que fuimos somos una colectividad que puede trabajar en armonía para superar nuestros más agobiantes problemas sociales. Acciones simples como colaborar con los profesores de nuestros hijos y con los demás padres de familia, podría hacer la diferencia entre tener una juventud sana o una adicta a las drogas o a los video juegos, por poner un ejemplo. Porque «Arcadio era muy pendejo, hija. Por eso tuve que subirme yo a la tarima y hablarles a los braceros».