Creo que vivimos en un lugar,
pero habitamos en una memoria
(José Saramago)

José Saramago es el segundo de los escritores muertos en 2010 de los que hablé hace algunos días, un escritor que me atrapó con el Ensayo sobre la ceguera y no me soltó en mucho tiempo. En ese u otro orden leí, una tras otra, las novelas Todos los nombres, Memorial del convento, La balsa de piedra, El año de la muerte de Ricardo Reis, El Evangelio según Jesucristo, La caverna, El hombre duplicado y el Manual de pintura y caligrafía, los relatos de Casi un objeto y el primer tomo de los Cuadernos de Lanzarote.

Mientras más lo conocía, más me impresionaban su soltura narrativa, el equilibrio perfecto entre acción y reflexión, su capacidad de urdir tramas apoteósicas –una sociedad entera, excepto una mujer, queda invidente; una península se despega del continente y se hace a la mar, un centro comercial lo devora todo-; de sacar partido (a semejanza de Kafka) de un burócrata anodino o del viejo tema del doble, de reconstruir el convento de Mafra e insertar en la historia un romance que conmueve por su sencillez, o de recrear a Pessoa a partir de uno de sus heterónimos.

¿De dónde salió tal portento? «Mi vida no sólo es mi vida. Mi vida es mi vida y la de otros, como mis padres, mis abuelos, todo lo que ha sido necesario para que se formara el ser humano que soy. Y yo no olvido nada. Y aunque alguna vez estuviera tentado a olvidarlo, si eso ocurriera alguna vez, lo peor de todo sería que me estaría olvidando de mí mismo», le dijo a Silvia Lemus en un entrevista publicada en la revista Nexos.

Más adelante, habló a Lemus de su conexión con la memoria: «Creo que vivimos en un lugar, pero habitamos en una memoria. Y si bien es cierto que he vivido en Lisboa casi toda mi vida, la verdad es que la memoria donde sigo habitando es la memoria de la niñez y de la adolescencia. Incluso la Lisboa de hoy no es la Lisboa de mi memoria».

Esa memoria de la que es oriundo, le dictó el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura:

«El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.

«Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.

«Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable (…)

«Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: ‹José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera› (…) Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba (…)

«Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.

«Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

«Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: ‹No hagas caso, en sueños no hay firmeza›.

«Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.

«Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: ‹El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir›. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

«Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

«Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir.

«La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. ‹Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.

«Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas›. Y terminaba: ‹Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?›.

«Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido».

Sobre su formación como escritor, en entrevista que cité arriba le confió a Silvia Lemus:

«No empecé a leer en el pueblo porque en Azinhaga eran casi todos analfabetos; mis abuelos no sabían leer, mi madre tampoco. Mi padre sí, pero apenas lo suficiente para poder hacer su vida. Pero es cierto que en Lisboa, por ahí de los siete años, yo ya leía bien. Y es más, en lo que nosotros llamamos la segunda clase de la enseñanza, ya no tenía errores de ortografía, lo que hoy resulta asombroso.

«En ningún momento tuve una situación que haya tenido que ver con la educación y la enseñanza, que me preparara para ser un día escritor. Pero la verdad es que eso ocurrió. Y aquí estoy como escritor, con ese pasado (…)

«Jamás me plantee eso que llamamos carrera de escritor. Es cierto que cuando era adolescente, en esas conversaciones de jovencitos en las que uno habla de lo que a uno le gustaría hacer en un futuro, recuerdo —tendría unos dieciocho años— haber dicho: ‹A mí me gustaría ser escritor›. Pero en ese momento nada me podía dar esperanzas llegar a serlo. Excepto que pocos años después escribí una novela, eso es cierto, pero también es cierto que —y creo que eso es algo demás sensato que he hecho en mi vida— yo me di cuenta de que la novela no era buena. Tampoco era mala, los que la han leído dicen que la novela no es mala. Sí, no es mala, pero no es buena. Y entre las cosas más sensatas que he hecho en mi vida está no escribir al darme cuenta de que no tenía nada que decir. Llegó el momento, quizás equivocadamente, en el que pensé que al fin tenía algo que decir. Y eso es lo que estoy tratando de hacer ahora».

Si bien partió de la memoria, llegó hasta donde sabemos haciendo, nada más, lo que tenía que hacer en el momento en que tenía que hacerlo, según reveló en la misma conversación: «Dejemos que cada uno haga lo que pueda según lo que sabe, lo que siente. La verdad es que siempre estamos diciendo: en el futuro ocurrirá tal o cual cosa, en el futuro no se sabrá más de lo que nosotros sabemos. Eso significaría que el futuro tiene siempre la razón y eso no es cierto, porque nosotros somos el futuro de un pasado que se quedó atrás, ¿no? ¿Y estamos seguros de tener razón en relación a lo que se hizo en el pasado? No. Entonces es mejor no decir que, en el futuro, esto o aquello se resolverá de tal manera. Hay que reaccionar según nuestro propio tiempo y nuestra propia mentalidad, con respecto a lo que ocurre en el mundo mismo. Mañana, o no sé cuándo, se acabará todo esto. Se acabará la tierra. Se acabará la especie humana. Se apagará el sol. Como si no hubiera ocurrido nada en el universo, esto se apagará. Dentro de millones de años quizá, pero tenemos que tenerlo por seguro. Allí se acabará todo. No se hablará más de La divina comedia, ni de El Quijote, ni de Cien años de soledad, ni de Diana la cazadora, ni de nada de eso. No se hablará más. Se perderá todo. Pero mientras estemos aquí, es para el aquí y el ahora que tenemos que trabajar». Así de fácil.

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