La transición entre los siglos XX y XXI fue un torbellino de cambios políticos que los mexicanos impulsamos o atestiguamos con renovada esperanza. Fue el periodo de la llamada transición democrática, de  la insurgencia ciudadana, de la movilización por la defensa del voto, del fin de la época del partido único, de la llegada de la alternancia política, de la confianza de muchos en el advenimiento de una nueva etapa marcada por una mayor democratización de la vida pública, de un estado de ánimo colectivo que miraba con optimismo hacia el futuro. Tiempo de esperanza que poco duró.

A juzgar por el convulso escenario nacional de hoy, con los magros resultados alcanzados en todos los órdenes, con la persistencia de los peores vicios del poder y con la orgía de corrupción que se ha vivido en la última década y que tiene su máxima expresión en los gobernadores encarcelados, prófugos y con procesos penales en puerta que todos conocemos, con la explosión de violencia e inseguridad que abrazó al país en su conjunto, con el cinismo, incompetencia y mezquindad de una clase política ocupada en lo suyo: ganar elecciones, puestos públicos y hacer negocios, y con el enseñoramiento de los poderes fácticos, incontrolables y desbocados, asistimos a un gran fracaso en la transición a la mexicana que explica la frustración y el desencanto actuales de millones de ciudadanos.

Se tiene hoy un sistema político aparentemente democratizado, sostenido por los frágiles equilibrios de una economía precaria, sobre el  que pesa la hipoteca de la pobreza y la desigualdad; como se tiene también una sociedad frustrada, desmovilizada, apática, resignada a que una clase política rapaz haga de las suyas sin rendir cuentas a nadie.

Por ello nuestra democracia se encuentra permanentemente sujeta a continuas y grandes presiones. Porque la necesidad de contener las demandas dentro de los límites «aceptables» ha generado, a contrapelo de las visiones optimistas, un problema recurrente de gobernabilidad, agravado por la impericia de las administraciones públicas, la resistencia a ajustar cuentas con el pasado, la vocación patrimonialista de la clase política en general y la permanencia de un modelo económico excluyente.

La globalización y los modelos dictados por los grandes centros de poder económico mundial, asumidos acríticamente por los gobiernos panistas de la alternancia y ahora felizmente por el gobierno de Enrique Peña Nieto, han provocado y seguirán provocando la pauperización de grandes sectores de la población y la ruptura del tejido social.

Todos esos problemas se expresan en el desencanto que produjeron los gobiernos de Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto. Con el quiebre de expectativas en el regreso del PRI a la presidencia, vistos los resultados del gobierno en turno, se ha venido generado un ominoso escenario de ingobernabilidad ante la proximidad de las elecciones presidenciales del 2018, y la decisión de los grupos de poder de cerrar el paso a cualquier tentativa de alternancia real.

Estamos atrapados en la dinámica de los poderes fácticos y de la clase política sin que los ciudadanos atinen a plantar cara de manera organizada a esa frustrante realidad, y cuando lo han intentado, especialmente en épocas electorales, han sido más fuertes las inercias de los intereses creados, la vocación por trampear en los comicios, por comprar el sufragio, desmovilizar al elector y preservar la tónica de las elecciones controladas desde el poder.

Lo que es un hecho es que existe una gran incertidumbre sobre el futuro: no se puede garantizar que los comicios venideros a nivel local y federal desemboquen en un régimen político más democrático, más justo y con mayores libertades.

La partidocracia es refractaria al cambio y a la renovación de sus prácticas políticas. Los problemas de la gente, sus demandas más sentidas y el hartazgo ante la feria de corruptelas de los años recientes parecen no hacerles mella. Viven en su mundo de arreglos, pactos y negociaciones para mantener el estado de cosas.

¿Qué hacer?

La tarea inmediata de todas y todos consiste en movilizarse y participar, alzar la voz y usar la fuerza de nuestro voto para elegir gobernantes honorables. Lo que implica convertir el ejercicio democrático de renovación de las alcaldías, congresos, gobiernos estatales y la presidencia de la República en la oportunidad de castigar o reconocer a los malos gobernantes y a los partidos que no supieron o quisieron renovarse o dilapidaron la confianza ciudadana que un día tuvieron.

¿Podremos lograrlo y retomar el espíritu de la transición inacabada? ¿O lo dejaremos una vez más en las manos de los políticos de siempre? ¿No es acaso tarea de los ciudadanos poner manos a la obra y decir ya basta?

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