Veracruz atraviesa por una encrucijada. Muchas son las necesidades apremiantes de nuestra sociedad molesta e impaciente luego del desastre financiero y el saqueo brutal al que lo sometieron en los dos últimos sexenios de infausta memoria y pocas son las salidas y opciones que tiene frente a sí su ciudadanía, atrapada en la lucha sin cuartel de los intereses políticos, del cálculo electoral, de las guerras y venganzas entre las élites.

Los mayores desafíos a la gobernabilidad, más allá de la explosión delictiva que no da tregua y de la cruenta guerra contra el crimen organizado, provienen de la necesidad de corregir y perfeccionar las instituciones para construir un Estado donde la responsabilidad del poder ante los ciudadanos sea mucho más real que meramente formal, de la urgencia de restaurar el tejido social, de cerrar la brecha entre sociedad política y sociedad civil que nos ha hecho perder el rumbo, de asumir que hace falta mucho más que buenas intenciones para que el poder público cuente con la legitimidad que otorga el cotidiano consentimiento ciudadano hacia sus acciones y que se requiere, con carácter de urgente, que el compromiso y el discurso para combatir la impunidad y sancionar a quienes saquearon a Veracruz pase de las palabras a los hechos.

No se puede en el estado de cosas actual en nuestro estado aferrarse al clavo ardiente del lamento por las condiciones en que se heredó la administración pública, a la defensa en abstracto de un cambio que aún no es percibido por los ciudadanos, a pedir que se tenga confianza, cuando siguen libres los causantes del quebranto y la impunidad los sigue cubriendo con su manto, cuando la inseguridad ciudadana nos acosa, las guerras del narcotráfico crecen sin control, y cuando se invoca al estado de derecho con una convicción y compromisos laxos, supeditado a los proyectos políticos y a los objetivos electorales.

El recelo del ciudadano es explicable y proviene de un hecho indiscutible: los políticos de todos los signos partidarios han sido los artífices de la descomposición que vivimos, cuando han sido justamente sus representantes más conspicuos quienes desde sus responsabilidades como legisladores, ediles o dirigentes de organizaciones políticas, no fueron capaces de  frenar a tiempo al monstruo de la corrupción que todo lo devoró en Veracruz en los últimos doce años. Por el contrario, se beneficiaron de la danza de millones, gozaron de posiciones políticas, hicieron negocios, disfrutaron a placer prebendas y concesiones. Y lo peor, es que hoy muchos de ellos se cambiaron alegremente de camiseta y, merced a las alianzas y pago de compromisos de campaña, forman parte del gobierno del cambio en posiciones muy importantes o se alistan para contender en las elecciones municipales en puerta. Eso es lo que alimenta la desconfianza de la sociedad; pues como es sabido, lo que se ve no se juzga.

Y hoy ni bien se acaba de resolver el tema del endeudamiento para aligerar la agobiante crisis de las finanzas estatales, y con ello se logra que comience a funcionar el gobierno en turno, y ya estamos inmersos en unos nuevos comicios y en los arreglos político-electorales que ello conlleva.

Asistimos ya a toda la parafernalia y el nuevo teatro para hacerse en nuestro estado del mayor número de alcaldías en el proceso electoral en curso, de consolidar o recuperar espacios de poder, de hacer morder el polvo al adversario para sentar las bases de lo que será la madre de todas las batallas electorales en el 2018.

Con las elecciones presidenciales y las de Gobernador como horizonte poco es lo que hemos podido ver en este primer trimestre de gobierno: Política y solo política, construcción de candidaturas, arreglos partidistas, batallas mediáticas y propaganda. Y párele de contar.

La alternancia política en Veracruz, hasta ahora, nos ha quedado a deber. Tenemos un gobierno con un bono democrático que va menguando sin que se nos diga cómo se resolverán los ingentes problemas que se enfrentan en todos los órdenes, con los frágiles equilibrios de una economía precaria, sobre la  que pesa la hipoteca de la pobreza y la desigualdad, con una inseguridad galopante y con una sociedad frustrada, desmovilizada, apática, resignada a que la clase política haga de las suyas sin rendir cuentas a nadie.

El beneficio de la duda permanece y de lo que se haga en los próximos meses dependerán muchas cosas. Tienen la lupa ciudadana sobre ellos, y el tiempo apremia.

 

Cien días y contando.

 

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