Dice el presidente –y los secretarios del presidente repiten, como un coro de tragedia griega– que, de no aplicarse el aumento a las gasolinas, habría que recortar los gastos a la salud pública y a la educación y a la cultura.
Dejar sin aulas a miles de niños, dejar al fresco a los enfermos y no en los hospitales, no comprar medicinas imprescindibles.
Pero es falso.
Los 200 mil millones de pesos del subsidio a las gasolinas son menores a los gastos personales de los políticos que el Estado paga con nuestros impuestos.
Menos guaruras y menos camionetas de lujo, menos viajes en primera clase y menos remodelaciones de la casa presidencial en Acapulco (van dos recientes, ordenadas por la esposa del presidente), y estancias en el extranjero del gabinete en hoteles de cinco estrellas, no de siete: ¿Qué tal recortar esas extravagancias, presidente?
Ya no digamos lo que se reuniría en pesos contantes y sonantes si el presidente confiscara, por decreto, las propiedades mal habidas de los funcionarios ya probadamente ladrones.
Las de Javier Duarte de Ochoa, saqueador de Veracruz; las de César Duarte, exgobernador de Chihuahua; las de Humberto Moreira, que saqueó a Coahuila; las de Rodrigo Medina, que vendió terrenos y concesiones que no eran suyos en Nuevo León; las de Guillermo Padrés, en Sonora; las del ladrón de los mil pantalones, Andrés Granier, en Tabasco; las de la maestra Gordillo y las de los otros 20 ladrones, algunos de ellos aún en el puesto, que el gobierno no termina de desproteger y llevar ante la justicia.
Si uno admite los cálculos de la prensa de lo que valen esas propiedades mal habidas, y suma las cantidades, resulta la friolera de 500 mil millones de pesos.
Aunque probablemente, en la realidad, las propiedades son más, y la suma es mayor. Nuestros gobernadores parecen no tener llenadera y han saqueado sin piedad a sus territorios.
Luego se pregunta el presidente por qué no le aplaudimos. Luego se pregunta por qué no le creemos ya tampoco. Luego se preguntan sus secretarios por qué la gente los escucha con impaciencia. No hay suficiente publicidad en el planeta para que el presidente y su gabinete nos convenzan de que el gasolinazo es inevitable.
Y cuando nos chantajean –o gasolinazo o no hay hospitales y escuelas–, transparentan una villanía difícil de superar.