Fue el sábado como a eso de las dos de la madrugada que me enteré de la noticia. Acababa de llegar de una fiestecita medio atarantado por los humos del alcohol cuando prendí mi computadora y ahí estaba.
Murió Fidel, decían los principales portales del país y supe que esa sería la nota de ocho en los diarios nacionales y estatales.
Qué suerte tiene este hombre, pensé. Qué maldita buena suerte. Mira que morirse cuando Veracruz está incendiado por su culpa y por culpa de su sucesor.
Mira que morirse sin encarar a la justicia que tendrá que archivar quizá para siempre su voluminoso expediente.
Mira que venirse a morir sin aclarar por qué le abrió la puerta a la delincuencia organizada, por qué negoció con ellos y por qué convirtió a Veracruz en refugio y morada de criminales.
Mira que venirse a morir cuando fue el verdadero arquitecto del desastre.
Murió Fidel, cabeceó El País y supuse que eran normal ya que el individuo fue cónsul en Barcelona. Pero me pareció una exageración que The New York Times y The Washington Post hicieran lo mismo.
También me pareció un despropósito que Donald Trump se ocupara de él. “Fue un dictador brutal que sojuzgó a su pueblo”, dijo el güero impresentable.
Digo, tampoco. Que sea menos.
Fidel no fue un dictador aunque ganas no le faltaron. Tampoco sojuzgó a nadie. Por el contrario, era un tipo abierto y campechano que mientras te daba una palmadita en la espalda te volaba la cartera. Pero hasta ahí.
Eso sí, hasta que se demuestre lo contrario fue un ladrón, fullero, mentiroso y mafioso.
“La historia registrará y juzgará el enorme impacto de esta figura singular en su pueblo y en el mundo”, dijo Barack Obama.
¿Barack Obama? Ah chingá… ¿de qué Fidel está hablando?
Un repaso a las notas me hizo ver que los estragos que ocasiona el alcohol en un cuerpo adormilado son muy carajos. Ustedes han de perdonar.
Leyendo con más atención me vine a enterar que el pasado viernes cerca de la medianoche murió Fidel Castro, el artífice de la revolución cubana. El otro, el que fue gobernador de Veracruz y dejó como su sucesor al ratero más nefasto que ha tenido la entidad, ese sigue gozando de cabal salud y burlándose de la justicia, amparado en ese manto protector que se llama impunidad.
El día que fui por unos cigarros
El pasado 4 de abril escribí como remate a mi columna: “Voy por unos cigarros, luego regreso”. Y en efecto, fui a comprar unos cigarros, necesitaba fumar un aromático Delicado, tomarme una taza de café y meditar sobre el trabajo que acababa de aceptar: la Dirección de Información de la oficina de Comunicación Social del Gobierno del Estado.
En otras circunstancias el nombramiento hubiera sido la envidia de mis compañeros de oficio, pero en las circunstancias que había en abril y en los meses que siguieron fue como aceptar una papa bien caliente.
Esto bastó para que algunos me tacharan de incongruente.
Con lo crítico que he sido de Javier Duarte es natural que pensaran de esa manera. Pero nada más alejado de la realidad. Seguiré siendo crítico de ese sujeto, entre otras cosas porque fui a trabajar para el Gobierno del Estado y no para Duarte de Ochoa.
A quienes me calificaron de incongruente les presento mis respetos, pero nunca lo fui. Incongruencia hubiera sido seguir escribiendo mi columna y que ésta se hubiese llenado de calificativos laudatorios para un tipo despreciable.
Nada de eso hice. Lo que he escrito sobre Javier Duarte escrito está, lo sostengo y no le corregiré ni una coma.
A quienes me dieron el beneficio de la duda se los agradezco en todo lo que vale.
Y a ti querido lector, te agradezco que te vuelvas a asomar a este espacio y me acompañes con tus criticas, sugerencias y cometarios.
Hoy regreso a mi trinchera a ejercer el oficio que me apasiona. Eso es todo.