Más de un millón de voluntades enemigas de la equidad, convocadas por el Frente Nacional por la Familia, manifestaron su intolerancia a las parejas del mismo sexo, a la adopción homoparental, a la educación sexual, a la ideología de género, a todo aquello que huela a conocimiento, equidad y justicia.
Más de un millón de almas intolerantes recorrieron las calles de todo el país para prodigar su encono, para multiplicar la exclusión, para promover el retorno al oscurantismo.
La respuesta más inmediata a sus planteamientos que se me ocurre es:
¿Eres hombre y no te gustan los hombres?, no te cases con un hombre.
¿Eres mujer y no te sientes atraída por las mujeres?, no te cases con una mujer.
Argumentan que la adopción no es un derecho de los adultos sino de los niños pero defienden su derecho a educar sus hijos como consideren conveniente, las preguntas obvias son: ¿El acceso a la educación es un derecho de los hijos o de los padres? ¿Tiene derecho un matrimonio a imponer a sus hijos, como verdad absoluta, el mito de la Creación o tienen derecho los hijos a conocer la verdad científica de la evolución, la creencia de la Creación y cuantas ideas metafísicas y evidencias científicas existan para que puedan, a partir de todo ese bagaje, sacar sus propias conclusiones? ¿Tienen derecho los padres a mentir a sus hijos sobre el proceso de la reproducción o tienen derecho los hijos a conocer la anatomía humana y su funcionamiento, a saber que el ejercicio de la sexualidad, les sea permitido o no, tiene consecuencias como el embarazo o la adquisición de enfermedades, algunas de ellas mortales?
Podría seguir improvisando argumentos, prefiero recurrir a algunos pensadores innegables («Hay personas cuyo capital intelectual está en el nombre con el que firman las propias ideas» afirma Umberto Eco, uno de los citados) con el único afán de aportar elementos para el debate, cada quién sacará sus propias conclusiones… Eppur si muove. (Las cursivas son originales, los subrayados, míos)
1 El maestro
Cuando, en 1957, Albert Camus obtuvo el Premio Nobel, lo dedicó a su maestro de primaria, el profesor Luis Germain. Además de agradecerle en el discurso, le escribió una carta manuscrita. Germain, gratamente sorprendido, respondió a la misiva, cito un fragmento de la respuesta:
«Antes de terminar, quiero decirte cuánto me hacen sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que se urden contra nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad. Os he amado a todos y creo haber hecho todo lo posible por no manifestar mis ideas y no pesar sobre vuestras jóvenes inteligencias. Cuando se trataba de Dios (está en el programa), yo decía que algunos creen, otros no. Y que en la plenitud de sus derechos, cada uno hace lo que quiere. De la misma manera, en el capítulo de las religiones, me limitaba a señalar las que existen, y que profesaban todos aquellos que lo deseaban. A decir verdad, añadía que hay personas que no practican ninguna religión. Sé que esto no agrada a quienes quisieran hacer de los maestros unos viajantes de comercio de la religión, y para más precisión, de la religión católica. En la escuela primaria de Argel (instalada entonces en el parque Galland), mi padre, como mis compañeros, estaba obligado a ir a misa y a comulgar todos los domingos. Un día, harto de esta constricción. ¡metió la hostia ‹consagrada› dentro de un libro de misa y lo cerró! El director de la escuela, informado del hecho, no vaciló en expulsarlo. Esto es lo que quieren los partidarios de una ‹Escuela Libre› (libre… de pensar como ellos). Temo que, dada la composición de la actual Cámara de Diputados, esta mala jugada dé buen resultado. Le Canard enchaîné ha señalado que, en un departamento, unas cien clases de la escuela laica funcionan con el crucifijo colgado en la pared. Eso me parece un atentado abominable contra la conciencia de los niños. ¿Qué pasará dentro de un tiempo? Estas reflexiones me causan una profunda tristeza.»
2 El místico y el laico
Hacia fines del pasado milenio, la revista italiana Liberal promovió un debate epistolar para confrontar la posición laica de Umberto Eco y la religiosa de Carlo Maria Martini, Cardenal de Milán, sobre algunos temas que siempre han intrigado a la humanidad pero que, hacia en las postrimerías del siglo, resultaban especialmente inquietantes. El Apocalipsis, el aborto, la negación del sacerdocio a la mujer y la construcción de la ética fueron los temas abordados en las ocho cartas, cuatro por cada posición, que fueron publicadas entre marzo de 1995 y febrero de 1996. El conjunto de misivas fue recogido, en 1997, en un libro titulado. ¿En qué creen los que no creen? La versión en español de Editorial Taurus (1997) fue traducida y prologada por Esther Cohen quien en la introducción anota:
«Pensar éticamente el problema ético es ya, de principio, recuperar para los hombres que vendrán un universo y un lenguaje donde el otro, esa alteridad que nos conforma como sujetos, no sea el enemigo, sino aquel que acogemos en su diferencia. Porque es ésta la única condición de existencia que nos permite sobrevivir al individualismo y la negación de los otros, que claramente se proyecta como el final último de los tiempos. Sólo salvando lo que Eco llama el derecho a la corporalidad y, en consecuencia, el derecho a la diferencia, no acabaremos devorando a la madre Naturaleza y sucumbiendo, a fin de cuentas, junto con ella.»
La dinámica fijada por la revista consistía en que Eco preguntaba y Martini respondía, en la sexta carta, el cardenal lo lamenta y pide ser él quien haga la última pregunta. Eco lo concede y en la séptima carta, titulada ¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?, el religioso apunta:
Carlo Maria Martini
«Me parece que [los laicos] se expresan más o menos así: ¡el otro está en nosotros! Está en nosotros sin importar cómo lo tratamos, si lo amamos o lo odiamos o si nos es indiferente.
«Me parece que este concepto del otro en nosotros representa, para una parte del pensamiento laico, el fundamento esencial de toda idea de solidaridad. Esto me impresiona mucho, sobre todo cuando lo veo funcionar en la práctica para estimular obras de solidaridad, incluso hacia lo que nos es lejano y extraño…
«Me cuesta trabajo ver cómo una existencia inspirada por estas normas (altruismo, sinceridad, justicia, solidaridad, perdón) puede sostenerse por mucho tiempo y en toda circunstancia si el valor absoluto de la norma moral no está fundado en principios metafísicos o sobre un Dios personal.
«Es muy importante que exista un terreno común para laicos y creyentes en el plano de la ética, para poder colaborar juntos en la promoción del hombre por la justicia y por la paz. Es obvio que el llamado a la dignidad humana es un principio que funda un sentido y un obrar común: no usar jamás al otro como instrumento, respetar en todo caso y siempre su inviolabilidad, considerar siempre a cada persona como una realidad de la que no se puede disponer e intangible.»
En la carta final, Cuando entra en escena el otro, nace la ética, Eco responde
Umberto Eco
«Somos animales erectos, por lo que es cansado permanecer mucho tiempo con la cabeza baja y, por lo tanto, tenemos una noción común de lo alto y de lo bajo, tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. Al mismo tiempo, tenemos nociones de una derecha y de una izquierda, del estar inmóvil o del caminar, del estar derechos o acostados, del arrastrarse o del saltar, de la vigilia y del sueño. Ya que tenemos las artes, sabemos todos qué significa batir una materia resistente, penetrar una sustancia blanda o líquida, regodearse, tocar el tambor, pisar, coger a golpes, quizás hasta bailar. La lista podría ser larga, e incluye el ver, el oír, comer o beber, engullir o expulsar. Y ciertamente cada hombre tiene nociones sobre lo que significa percibir, recordar, advertir un deseo, miedo, tristeza o alivio, placer o dolor, y emitir sonidos que expresen sentimientos. Por lo tanto (y ya se entra en la esfera del derecho), se tienen concepciones universales acerca de la constricción: no se desea que ninguno nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, engullir o expulsar, ir a donde queramos; sufrimos si alguno nos ata o nos obliga a estar segregados, nos golpea, nos hiere o nos mata, nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar.
«Considérese que hasta ahora he puesto en escena sólo una especie de Adán bestial y solitario, que no sabe qué significa la relación sexual, el placer del diálogo, el amor por los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros (si no para él o para ella), esta semántica ya se ha convertido en la base de una ética: debemos respetar antes que nada los derechos de la corporalidad del otro, entre los cuales está el derecho de hablar y de pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habríamos llegado a la destrucción de los inocentes, de los cristianos en el circo, a la noche de San Bartolomé, a la hoguera para los herejes, a los campos de exterminio, a la censura, a los niños en las minas y a las violaciones en Bosnia.
«Pero, ¿cómo es que, a pesar de elaborar su repertorio instintivo de nociones universales, la bestia, toda estupor y ferocidad, que he puesto en escena, puede llegar a entender no sólo que desea hacer ciertas cosas y no desea que a él le hagan otras, sino que tampoco debe hacer a los otros lo que no quiere para sí? Porque, por fortuna, el Edén se puebla rápidamente. La dimensión ética se inicia cuando entra en escena el otro. Cada ley, cada moral o juridicidad regula siempre las relaciones interpersonales, incluidas aquellas con un otro las impone.
«También usted atribuye al laico virtuoso la persuasión de que el otro está en nosotros, pero no se trata de una vaga propensión sentimental, sino de una condición fundadora. Como también nos enseñan las más laicas entre las ciencias humanas, es el otro, su mirada, la que nos define y nos forma. Nosotros –así como no logramos vivir sin comer o sin dormir- no logramos entender quiénes somos sin la mirada y la respuesta del otro…
« ¿Cómo, entonces, existen o han existido culturas que aprueban las matanzas, el canibalismo, la humillación del cuerpo del otro? Simplemente porque restringen el concepto de ‹otros› a la comunidad tribal –o a la etnia –y consideran a los ‹bárbaros› como seres inhumanos. Pero tampoco los cruzados sentían a los infieles como un prójimo al que había que amar excesivamente. Es que el reconocimiento del papel de los otros, la necesidad de respetar en ellos aquellas exigencias que consideramos irrenunciables, es el producto de un crecimiento milenario.»
3 El Benemérito
El último argumento nos fue dado por uno de los personajes que, seguramente, más odian los impulsores del movimiento segregacionista que logró aglutinar a más de un millón de mexicanos:
«Entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz»
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