El maestro y yo fuimos al cine, que es mi pasión, aunque a él no le gusta, y vimos una película dominguera: muchos efectos especiales, poca actuación, un guion deplorable lleno de lugares comunes.

—¿Ya entiendes por qué no me gusta el cine, Saltita? —me dijo como comentario divertido al salir de la función—. O más bien este tipo de cine. Las películas de Hollywood son totalmente predecibles porque siempre aparecen en ellas las mismas situaciones reiteradas: a) el personaje principal -o puede ser el antagonista, el malo- se enoja y arroja violentamente su celular al piso o lo avienta contra una pared. b) Una pareja heterosexual se queda viendo a los ojos de una y otro, hacen una pausa de un segundo y se funden en un beso desesperado; ella engancha la cintura de él con sus piernas mientras se acarician y se desvistenapresuradamente; en este acto de pasión desbordada, tiran una lámpara, varios objetos más, y empiezan a hacer un amor salvaje sobre la mesa de la cocina o del comedor o de la sala. c) El reloj de tiempo de la bomba es desconectado por el protagonista cuando quedan apenas uno o dos segundos para que estalle…así podría pasarme la tarde enumerándote los gags que repiten incesantemente los guionistas y los directores gringos, tan excelentemente pagados.

—Pero las palomitas estaban buenas, ¿o no, maestro?

—Excelentes. En verdad debimos habernos salido cuando nos acabamos la caja, fue lo único que valió la pena, a mi entender —me contesta con un aire socarrón que no oculta la burla de la que soy objeto—. Date cuenta, estuvimos poco más de dos horas contemplando un derroche de tecnología y escuchando una historia que tenía principio, desarrollo y desenlace, pero ninguna idea que valiera la pena como para comentar a la salida…

Sin ponernos de acuerdo, fuimos caminando hacia una cafetería que estaba cerca y nos sentamos como si cada uno supiera lo que quería el otro, que era lo mismo para ambos. Pedimos unos cafés extraños, pues el maestro se terminó inclinando hacia el estrambote con las bebidas, y en medio de esos múltiples coloridos encerrados en los vasos, continuó su perorata:

—Hace poco platiqué con un psicólogo y le comenté que me sentía cansado de la vida social, porque no hacía nada divertido. Él me contestó que tenía que meter versatilidad a mi tiempo libre, y me recomendó que acudiera con mayor frecuencia a alguna plaza comercial; que ahí tomara café con unos amigos, que fuera a comer con otros, que hiciera algunas compras de cosas suntuosas, que hablara sobre las fruslerías de la vida… y sobre todo que fuera a ver una película ligera Yo, como el personaje del poema Reír llorando, le dije que era lo que hacía siempre, y que precisamente por eso me sentía tan aburrido. No me aguanté, y le dije: “Yo soy Garrick, ¡cambiadme la receta!”

Los dos nos reímos con muchas ganas, y poco a poco fuimos recuperando el aire y la compostura. Ya serios:

—Hay que tener en cuenta —me dijo el pensador—que el cine es el gran entretenimiento de nuestro tiempo, pero también el gran vehículo de sometimiento intelectual de las masas (además de que es un negocio fabuloso para las productoras norteamericanas y para los dueños de las salas de cine en nuestro país). Eso de los lugares comunes, eso de machacar y machacar con las mismas historias, forma parte de la estrategia para mantener a las personas en un estado de catatonia mental. Vas al cine a ver una y otra vez lo mismo, al grado que ya sabes lo que va a pasar en la película o en la escena, y así terminas por ser una marioneta que no piensa y no necesita pensar… y pensar, recuerda, es lo que nos hace ser humanos, es lo que nos hace seres humanos.

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