Hace seis o siete años vivía en Zoncuanltla, en un rincón, tan bello como húmedo, distante del mundo civilizado, junto a una casa que ofrecía cuartos en renta. En ese lugar me convertí en anacoreta, no tenía el menor contacto con mis vecinos hasta un día que me visitó mi hermano menor con un amigo suyo que acababa de mudarse a la casa de junto. Platicamos durante el lapso de un par de botellas de ron, entre otras muchas cosas que he olvidado, me habló de un libro de Borges que se publicó en España y nunca llegó a México. Seguramente me explicó cómo llegó a sus manos un ejemplar, pero no lo recuerdo lo que sí retengo vívidamente es que, en un acto de fraternidad etílica, fue por él y me lo prestó.

Nos encontramos un par de veces más en el camino vecinal que nos unía con la civilización, ambas en sentido contrario por lo que nos limitamos a intercambiar una salutación breve y peregrina. Nunca supe cuándo se fue, simplemente no volvía a verlo. Ignoro si partió apresuradamente y olvidó pedirme el libro, si tocó a mi puerta pero yo no estaba o si decidió hacerme una donación anónima, el caso cierto es que, desde entonces, el libro ocupa un orgulloso lugar en mi famélica biblioteca.

Se trata del primero de dos volúmenes que se publicaron con el nombre Borges en Revista Multicolor. La Revista Multicolor de los Sábados fue un suplemento, que codirigieron Borges y Ulyses Petit de Murat, del diario argentino Crítica. Se publicaron 61 números entre el 12 de agosto de 1933 y el 6 de octubre de 1934. En esas páginas, Borges publicó sus primeros textos en prosa, algunos de los cuales recogió, en 1935, en la Historia Universal de la Infamia.

El resto de los textos no fueron publicados en libro acaso porque el propio autor, según declara en el prólogo a la segunda edición de la Historia Universal de la Infamia, los consideraba «el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias»

Borges en la Revista Multicolor es una recopilación de algunos de esos textos abandonados, hecha en 1955 por la Universidad de Alcalá con la venia y prólogo de María Kodama. La investigación y recopilación estuvo a cargo de Irma Zangara.

Recuerdo todo esto porque Borges nació el 24 de agosto de 1899, ayer cumplió 117 años y se me ocurre festejar su aniversario divulgando un texto, contenido en esa compilación, que es muy poco conocido: Dos antiguos problemas. Apareció en el número 40 del suplemento, el 5 de diciembre de 1934. Aunque es una obra temprana, ya se apuntan la brillantez intelectual, la erudición y los juegos con las palabras y con la lógica del cientodiecisieteañero.

Dos antiguos problemas

Jorge Luis Borges

El mentiroso

En algunas versiones, el héroe de esta primera dificultad (con la que jugaron los griegos) es el abderitano Demócrito inventor de los átomos indivisibles, negador del espiritismo, falsificador de esmeraldas, disolvedor de piedras, antiguo ablandador de marfil y hombre que se arrancó los ojos en un jardín para no distraerse, en otras, el candiota Epiménides, varón que se dedicó a la longevidad, postergando la muerte hasta el decurso de 289 años. Demócrito de Abdera en el Mar Egeo, Epiménides de Creta en el Mediterráneo: elija mi lector aquel sonido que más le gusta. El sofisma (con la persona y la ciudad que quieran) es éste:

Demócrito sostiene que los abderitanos son mentirosos; pero Demócrito es abderitano luego, Demócrito miente; luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos; luego, Demócrito no miente; luego, es verdad que los abderitanos son mentirosos; luego, Demócrito miente; luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos; luego, Demócrito no miente; et sic de caeteris hasta la peligrosa longevidad, o hasta la apresurada investidura de un chaleco de fuerza.

Charles Lamb se duele de los jugadores despreocupados que en vez de jugar a los naipes, juegan a jugar a ellos; yo prefiero creer que los griegos sólo jugaron a la perplejidad y al misterio con la broma anterior. Es imposible que no percibieran la trampa. Ésta reside en la falsa identificación de mentir y ser mentiroso. Mentir es decir lo contrario de la verdad; ser mentiroso es tener el hábito de mentir, sin que ello signifique una obligación de mentir todo el tiempo. Un mentiroso puede lamentar la sequía sin estar domiciliado en un maremoto; un mentiroso puede murmurar la frase yo entro, sin que ello importe vociferar la orden: tú sales.

El cocodrilo

Los interlocutores de la segunda dificultad (con la que también jugaron los griegos) son un cocodrilo, una mujer y un niño. El cocodrilo acaba de apoderare del niño, la madre exige con acopio de lágrimas su inmediata devolución. El cocodrilo jura restituírselo, siempre que ella adivine acertadamente si él lo devorará o lo restituirá. Si la madre le dice No devorarás a mi hijo, el cocodrilo (sin faltar a su juramento) puede afirmarle, y aun probarle, que se equivoca… La madre piensa un rato largo y le dice Digo que vas a devorar a mi hijito. Aquí principia un interminable problema.

Si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto; pero si le devuelven al hijo, ella no acertó; pero si no acertó, el cocodrilo puede en buena ley devorarlo; pero si lo devora, ella acertó; pero si la madre acertó, el hijo debe serle devuelto; pero si le devuelven el hijo, ella no acertó; pero… y así infinitamente.

Antes de indagar el misterio, quiero copiar una más reciente versión que sin el menor cambio fundamental, mejora considerablemente la fábula. Es el que conocieron los amigos de Miguel de Cervantes.

El puente

Casi al principio del capítulo 51 de la segunda parte del Don Quijote, puede buscarse esta mejorada versión: «Un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso); digo pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: Si alguno pasara por esta puente de un parte a otra, ha de jurar primero adónde va y a qué va, y si jurara verdad, déjenlo pasar, y si dijera mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra sin remisión alguna. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron Si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento y conforme a la ley debe morir, y si lo ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos?»

Mi lector habrá notado que la muerte —ya por cocodrilo, ya por verdugo— interviene en los dos problemas. Todos propendemos a suponer que en el empleo de esa operación absoluta reside una dificultad. Sin embargo, no hay tal: si la pena de la mentira fuera una multa y el viajero genial hubiera afirmado que su destino era abonar esa multa, nos encararía la misma dificultad, con infinitos pagos y con incontenibles reembolsos, según el movimiento, o vaivén, dialéctico. Hay que tirar por otro rumbo.

El doctor Wolff, en su libro El certamen con la tortuga (Berlín, 1929) sostiene la nulidad del primer convenio, puesto que la mujer tiene que adivinar una cosa que sólo se resuelve a raíz de la misma contestación… Yo pensaría que la debilidad del segundo reside en el empleo despreocupado de las palabras juramento y mentir, que ya están insinuando una confusión entre ejecución y propósito. Esas palabras imprudentes parecen indicar que la veracidad del interrogado era lo importante, no sus dotes proféticas. Ello anularía el problema. El extraño viajero declara su propósito de morir; el tribunal comprueba que es sincero en la declaración de esa voluntad; el tribunal, de acuerdo con la ley del señor de aquel río, le impone seguir el viaje.

Para evitar esa deplorable consumación, he urdido una tercera fábula: variante acaso inútil de la primera. Carece de dramaticidad, carece de muerte; pero no le veo fin.

El adivinador

En Sumatra, un hombre quiere doctorarse de brujo. El examinador le pide que adivine si será reprobado o si pasará. El hombre dice que será reprobado…

Ya se presiente la infinita continuación…

* * *

No recuerdo el nombre de mi exvecino y su rostro se ha desdibujado de mi cada vez más endeble memoria pero si algún día el azar nos reúne y él, menos desmemoriado que yo, me pregunta por el libro le diré no tengo intenciones de devolvértelo. A continuación le preguntaré si cree que esa afirmación es cierta o falsa. Si acierta, el volumen continuará en mi librero, si no, también.

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