Corrían los días en la plenitud del “pinche poder”, cuando un encumbrado funcionario público platicaba ameno y despreocupado con un homólogo, a quien explicaba: “me acabo de enterar que los cocodrilos vuelan”. Atónito, el interlocutor no creía lo que escuchaba. “Eso no es posible. Son reptiles. Y se llaman así precisamente porque reptan, se arrastran, es exactamente lo contrario de lo que acabas de decir. ¿Quién te dijo semejante locura?”, cuestionó.
Sin perder la confianza ni la sonrisa, el conspicuo servidor público sorrajó: “Me lo dijo el Gobernador”. Entonces, tras el golpe de autoridad en la cara, su acompañante tuvo que recomponer el discurso y aceptar el dicho. “Bueno, sí vuelan… “pero bajito”.
Hoy la verdad del gobernante ya no es la verdad de la gente. Ni siquiera de “su” gente. Hoy no hay prácticamente ninguna autoridad que goce de ese privilegio. Atrás quedaron los tiempos en que la investidura era la verdad misma, y por tanto, todo lo que emanaba de ella era el equivalente a la voz de Dios. Entonces se podía decir y hacer lo que se quisiera, al final, esa era la verdad: incuestionable y difícil de comprobar.
Por ello, en esta guerra de acusaciones, instalados ya en el hartazgo, los veracruzanos parecen no conceder la razón –tampoco la verdad- a nadie. En todo caso, se sigue acrecentando la desazón y el fastidio por la política… y por los políticos. Y es que en este carnaval de culpas, hay mucho de interés y poco de verdad.
Unos y otros, los que se van y los que llegan, son a los ojos de sus adversarios políticos, la peor malaria que pudo invadir a Veracruz. Esto puede ser cierto, pero mientras la gente no tenga información dura y contundente, todo se quedará en un circo mediático por salvar el prestigio. Por ello, más allá de la indignación y la incomodidad de los actores políticos por lo que se dice, debe haber mayor conciencia por lo que se hace.
Durante la campaña política, muchas cosas se dijeron del actual mandatario; la estrategia electoral del hoy Gobernador electo se centró precisamente en una serie de señalamientos, de acusaciones, de filtraciones y denuncias que si bien no tan tenido impacto a nivel judicial, si lograron pegar en el ánimo de la gente y encauzar a su favor el enojo que había en algunos sectores.
Por ejemplo, podemos decir que su principal mentira fue: “Los voy a meter a la cárcel”. Hasta donde se sabe, Miguel Ángel Yunes compitió para Gobernador, no para Fiscal del Estado. El no podrá como Gobernador –la ley no lo faculta- meter a la cárcel a nadie, acaso presentar las denuncias correspondientes, y en caso de que prosperen tras un proceso judicial, los acusados podrían ser huéspedes de alguna celda del estado.
Aunque raya en la obviedad, eso nunca lo aclaró; lo dejó como su seguro de conveniencia, para que en caso de que las denuncias no prosperen, entonces sí, explicar que él no es responsable del Poder Judicial, y por tanto, tampoco es responsable de la sentencia de los inculpados.
Lo mismo pasa en la acera de enfrente. No basta tener el respaldo de los aliados y la compañía de los medios. Tampoco basta hoy con ser el jefe político del Fiscal del Estado. Es necesario tener la contundencia de las pruebas, las mismas que también deberán ser valoradas por las autoridades –la del estado y la federal- para determinar la responsabilidad del señalado.
Mientras, ambos casos, sólo son un lamentable episodio donde la vida política de Veracruz se está dirimiendo en la barandilla de un ministerio público.
Hoy ya no basta con que lo diga el Gobernador, el candidato, el diputado o el alcalde, aprovechando la estridencia de los medios. Si el propósito es el escándalo –“difama que algo quedará”-, la gente se está volviendo alérgica. Y aunque, en efecto, la raza gusta del escarnio, de la burla y de la crítica descarnada en contra de personajes públicos, cuando ésta viene de un actor político, carece de toda credibilidad. Algo estamos haciendo mal como políticos y como sociedad.
La del estribo…
El debate sobre la penalización del aborto sigue abierto. Razones de unos y otros, a favor y en contra, indignan y enardecen a tal grado que sólo parece haber dos opciones: el infierno y la cárcel. Entre la fuerza de la ley y el dogma, debe prevalecer el ejercicio de la conciencia