Desde ayer, la palabra más enunciada por medios, redes y analistas –muy pocos ciudadanos, por cierto- es anticorrupción. Nos hemos propuesto abatir la corrupción con un complejo mecanismo de alta burocracia que sería la envidia de cualquier científico de la NASA.
El nuevo sistema nacional anticorrupción en realidad es tan grande como nuestra desconfianza, por lo que sus resultados futuros son poco prometedores. Así sucedió con la legislación electoral: convertimos el simple acto de elegir a un gobernante en un ejercicio caro, dilatado, burocrático, complejo y poco confiable. Por increíble que parezca, la legitimidad de una elección está determinada por el tamaño del conflicto post electoral y no por la limpieza del proceso.
De esta forma, decir la verdad será un acto coercitivo, dejando a la mentira como nuestra mejor opción. La verdad es un valor poco apreciado en lo social y en lo político. Mentir no sólo parece más divertido, más inteligente, sino más rentable.
Acostumbradas a los estudios más pirados, algunas universidades de Estados Unidos han descubierto que vivir siendo más honestos mejora nuestra salud. Y si pienso en las angustias que deben estar pasando algunos funcionarios en estos días como consecuencias de sus embustes, no tengo la mejor duda.
En los años que he navegado por el servicio público, muchas cosas he escuchado sobre la verdad: “hay que decir la verdad antes de que nos alcance”; “la verdad es más dolorosa, pero más liberadora”; “la verdad es una herramienta inútil que a nadie le sirve”; “hay que decir la verdad.. sólo si es necesario”. . “Si no se publica, no sucedió”; En efecto, cada quien tiene su verdad.
Los países desarrollados no tienen estructuras burocráticas tan grandes y costosas para prevenir la corrupción. Claro que tienen y padecen corrupción, nadie está exenta de ella. Pero son culturas, sociedades, que no están acostumbradas a utilizar la mentira como una forma de gobierno, por tanto, decir la verdad les resulta más barato, más eficiente y legitimador.
En ello radica el error de lo que nos hemos planteado como solución a la corrupción. Nos hemos rendido ante la ausencia de la verdad y la justicia, por tanto, no nos queda más opción que lo punitivo. Debemos castigar, como acusan que Dios lo hace ante la comisión del pecado.
¿Alguien pensó en hacerlo al revés? En lugar del castigo a la mentira, ¿podría garantizarse un incentivo a la verdad? ¿Podríamos hacer que la verdad sea social, política y económicamente rentable? Suena hasta infantil preguntarlo, pero cuando las alternativas se agotan, sigue estando esa, la más fácil y la más barata.
En Veracruz llevamos meses escuchando las más variopintas acusaciones. De todo tipo, de todos calibres, de todos los personajes; y la respuesta de unos y otros es la misma: negarlo. ¿Por qué nadie ha apostado a la verdad como una forma de poder político? ¿Es de verdad una utopía desproporcionada? ¿No es mejor la verdad a que la desconfianza y el infundio nos persigan y manchen a nuestras familias y nuestro prestigio profesional?
No cabe duda que en la mentira no se oculta la verdad, sino sólo nuestras miserias.
La del estribo…
Panama Papers, departamentos en Nueva York, inversiones en Miami, riqueza inexplicable. La respuesta: es una campaña de linchamiento, soy una persona honorable que se conduce en la ley. Propiedades en Estados Unidos, España y Costa Rica, empresas fantasmas, riqueza inexplicable. La respuesta: es una campaña de linchamiento, soy una persona honorable que se conduce en la ley. Te pareces tanto a mí, que no puedes engañarme (la D’Alessio dixit)