El cuento de la renovación moral lo hemos venido oyendo desde las tardes grises de Miguel de la Madrid. Al parecer, eso de meterle la mano al cajón es lo nuestro, de los mexicanos, o al menos, pareciera entenderse como parte de las canonjías del servicio público en prácticamente todos sus niveles.

Desde entonces, todos los gobiernos han ofrecido sanar la herida de la corrupción, y al final, se han convertido en un ejemplo para la posteridad, no importa el color de las siglas. Por eso, tuvieron que ser los ciudadanos, esos que mantienen al gobierno por la vía de sus impuestos, lo que tomaran la iniciativa.

¿Y porqué tuvieron que ser los ciudadanos? Porque al parecer no le podían encargar la chuleta al perro.

La corrupción no sólo provoca la pésima calidad de los servicios de salud, de transporte o educativos; sino que también distorsiona la ejecución de programas y acciones públicos, inhibe el acceso a la justicia y es una amenaza directa a la seguridad pública y ciudadana. Es decir, es un verdadero cáncer que invade todo el cuerpo.

La corrupción está casi en todas partes: en las licitaciones, permisos, concesiones públicas, y en prácticamente todo el gasto del gobierno; nos afecta a todos, pero en especial atenta contra los mexicanos más jodidos. La corrupción se ha convertido en el impuesto más regresivo que pagan los hogares mexicanos: 33% del ingreso de una familia que gana un salario mínimo se destina al pago de sobornos para acceder a trámites y servicios.

Ayer, de manera tardía -el 28 de mayo de 2016 se venció el plazo constitucional que establecía la publicación de la legislación secundaria- el presidente Enrique Peña promulgó el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA); aprovechó para pedir una disculpa –políticamente inútil y socialmente tardía- sobre la adquisición de la Casa Blanca, la misma que dinamitó la credibilidad y transparencia de su gobierno.

Lo que ayer se aprobó, se trata del primer paquete de leyes secundarias para prevenir, investigar y sancionar los casos de corrupción, no sólo en las estructuras públicas, sino también en los que participen particulares.

De hecho, este fue el acto jurídico que dio pie a la demanda de inconstitucionalidad que presentó la PGR en contra de los gobernadores de Veracruz y Quintana Roo para echar abajo las iniciativas para establecer mecanismos anticorrupción, y que acusaron que su único interés era blindar la salida de los mandatarios, imponiendo leyes y funcionarios afines.

Ambas iniciativas –la federal y la estatal, hoy desechada- no son otra cosa que el reconocimiento pleno que algo está podrido. Aunque, al menos en el discurso, unos lo quieren resolver y otros lo quieren ocultar.

Han sido décadas de iniciativas y reformas en contra de la mayor característica del gobierno en México: la corrupción. Y hasta ahora, todas han seguido la ruta del gatopardismo, en donde todo cambia para seguir igual. Lo de ayer, aún cuando el Presidente se ilusione con que nuestros nietos recordarán la fecha, resulta ser una oportunidad más para que los ciudadanos sigan apostando a descubrir dónde quedó la bolita.

Al final, como ha sido siempre, el Estado mexicano establecerá otra gran estructura burocrática, costosa, compleja y poco eficiente. Gastaremos miles de millones de pesos para evitar que se roben miles de millones de pesos; se elaborarán cientos de programas, procesos administrativos, protocolos de vigilancia y de fiscalización. Se revisarán cuentas, movimientos y propiedades.

Mientras, las necesidades más apremiantes seguirán a la espera de tiempos mejores. No son la prioridad. ¿Y si sólo dejan de chingarse la lana?

La del estribo…

A cuento. Conforme avanzan las semanas, adentro crece la molestia contra quienes recibieron algún beneficio, favor o prebenda y hoy critican o toman distancia. Acusan deslealtad y mal agradecimiento. Lo que pasa es que hasta los amigos, colaboradores, socios y cómplices están indignados ante lo evidente.