Me dice un economista de altos vuelos que las crisis que hemos venido padeciendo en todo el mundo desde hace varios años seguirán siendo el pan de cada día. De acuerdo con su perspectiva, el estudioso afirma que se recrudecerán hasta hacer casi imposible la vida tranquila y segura a que todos aspiramos.

Países que hace poco eran modelo de desarrollo, de éxito, como Brasil, como España, como Estados Unidos, como China, han tenido que enfrentar caídas pavorosas de sus sistemas económicos, pero sobre todo una baja sensible en la calidad de vida de sus habitantes.

Muchos gringos perdieron todo su patrimonio cuando hizo agua el sistema hipotecario, que estaba agarrado de alfileres porque se dieron créditos sin ton ni son.

Los españoles, que en un momento no sabían cómo administrar su bonanza, cayeron en el paro y miles de hombres y mujeres quedaron sin empleo y sin posibilidad de sobrevivir dignamente con un salario.

Los brasileños fueron víctimas de la corrupción de sus gobiernos y perdieron irremisiblemente la que había sido una exitosa política económica, que mantenía al coloso sudamericano entre los países con mejores indicadores económicos del mundo.

Y los chinos no supieron qué hacer con un crecimiento económico desmedido, lo que ocasionó grandes caídas de su bolsa de valores y una serie de desastres financieros que han hecho tambalear la economía del país, convertida en la más importante del mundo.

Y en la Unión Europea también enfrentan graves problemas, que empezaron con la desastrosa economía griega y se agravaron con el asunto de los refugiados de los países musulmanes, que llegaron por cientos de miles.

—Lo que sucede —me dice mi amigo economista— es que el sistema económico mundial ya no es viable. El capitalismo, de por sí explotador, dio paso a una versión salvaje en la que se terminó por dar una concentración de la riqueza brutal, con muy pocos ricos inmensamente ricos, y muchísimos pobres inmensamente miserables.

Sigue su plática reveladora y me entera de que el uno por ciento de la población concentra el 50 por ciento de la riqueza, mientras miles de millones de seres humanos sobreviven con un salario promedio de un dólar al día, y otros miles de millones prácticamente mueren de hambre, hundidos en su miseria ancestral.

Ese uno por ciento son unos 70 millones de personas. Cada uno de ellos tiene en promedio 2,7 millones de dólares, y con eso hacen que sean pobres 6,500 millones de seres humanos (el restante sería una precaria clase media, que tiende a la baja y está entrando rápidamente a la categoría de pobreza).

Tenemos grandes avances científicos en todos los campos del conocimiento, hemos desarrollado técnicas para producir una mayor cantidad de alimentos, y sin embargo en los países ricos los excedentes son tirados a la basura, porque alguien decidió que es malo para la economía del mercado que se les regale la comida a los indigentes.

—Pero esto va a reventar más pronto que tarde. Tiene que reventar —me anticipa el economista— porque las grandes masas hambrientas y sin una expectativa de vida con calidad, están empezando a moverse hacia los centros de la riqueza, y empezarán a atacar la discrepancia desde adentro… —se queda pensativo, y concluye—. Yo creo que nos va a tocar verlo, y padecerlo, en esta generación.

sglevet@nullgmail.com

Twitter: @sglevet

Facebook.com/sglevet

www.journalveracruz.com