Anoche soñé que era constructor de sueños, qué hermoso trabajo. Tenía un taller con piso y muros de piedra en cuyo centro había una gran mesa de trabajo, de superficie muy tersa, hecha con tablones de sequoia. Sobre un poyo adosado a la pared oriente, estaban un jarrón de barro lleno de plumas de ave rock y muchas damajuanas con arenas de todos los colores.

Desde muy temprano, seleccionaba una damajuana y esparcía su contenido sobre la lisura de la mesa, después tomaba una pluma y con ella dibujaba algo, cualquier cosa. A continuación retiraba la cortina que cubría la cúpula de cristal de murano y, al contacto con la luz filtrada, la arena comenzaba a modelarse a sí misma hasta formar paisajes irreales, habitaciones de carrizo, cubos de luz, ciudades conocidas pero transfiguradas, faunas y floras jamás vistas, humanos de colores, instrumentos musicales.

A veces escribía citas literarias o nombres de canciones y de los árboles o de los cielos pendían pergaminos en los que podían leerse los juegos metafísicos de Borges, los tormentos de Faulkner, las tormentas de Conrad, la voz totalizadora del amado viejo Whitman, y enredadas en la brisa llegaban las notas desnudas de Miles Davis o las melodías sin fin de Charlie Parker.

Cuando estaba satisfecho con el resultado, lo metía al horno sobresalía de la pared poniente. Tras el tiempo de cocción, salían unas pequeñas nubecitas similares a las del ayuno de Blimunda Siete Lunas en el Memorial del convento, de Saramago, con la diferencia de que éstas no eran agoreras.

Al anochecer, por medio de una suerte de telepatía similar al internet, enviaba los sueños fabricados al jefe, un señor que se llamaba Subconsciente, quien se encargaba de distribuirlos. Nunca supe si por ocioso o chocarrero, en algunas ocasiones los alteraba. Una vez quise regalarle un sueño lindo a Borges, pensé convertirlo en ave para que pudiera volar por todos los cielos y ver el mundo que tanto amaba pero que, a sus ojos, estaba «vedado como si fuera una litografía». Tergiversando mi afán, el jefe le vedó también la transmutación que propuse y la trasladó, a manera de metamorfosis paulatina, a un amigo del que el escritor no tenía noticia. Tiempo después, cuando leí las Siete noches, supe que el sueño lindo que pretendí obsequiarle, le fue entregado en forma de atroz pesadilla:

«Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Yo nunca había visto su cara pero sabía que su cara no podía ser ésa. Estaba muy cambiado, muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizá por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco (esto es importante para el sueño). No podía verle la mano, que ocultaba del lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: ‹Pero, mi pobre Fulano, ¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!› Me respondió: ‹Sí, estoy muy cambiado›. Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro.»

Acaso fue un castigo por intentar dirigir mi trabajo a una persona en especial ya que mi misión consistía solamente en fabricar los sueños que el jefe iría entregando a su albedrío o bajo criterios que jamás me fueron revelados. Entendí que solo el azar podía elegir al beneficiario de mis buenas intenciones.

Desperté confundido y con un dejo de incertidumbre, ¿había sido fabricado para mí ese sueño o me había sido entregado por error? Ante la imposibilidad de conocer la respuesta, me permití degustar el dulzor solitario y oscuro que nos dejan los sueños buenos.

Ahora pienso que se trató de una gran metáfora. Desde hace algunos años, no sé quién o quiénes han hecho una espléndida propuesta para dar la bienvenida a la primavera: La siembra de libros. Consiste en que cada 21 de marzo dejemos un libro (o varios), nuevo o usado, con una leyenda en la que se explique que no se trata de un hallazgo fortuito sino de una donación anónima así que quien lo encuentre es el propietario legítimo, podrá disfrutarlo sin remordimiento alguno y sumarse a la siembra para que cada año la cosecha sea más profusa.

Este año lloverá en Xalapa, habrá que dejarlo en lugares cerrados como cafés, taxis, estaciones de autobuses, galerías o algún pasillo de cualquier mercado. Hagámoslo, convirtámonos, al menos por un día, en repartidores de sueños que construyeron otros sin sospechar siquiera en qué noches ni por quienes habrían de ser soñados.

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