Durante años y años hemos escuchado que México debe abandonar el modelo “neoliberal” que adoptó desde 1982 y girar hacia uno en el que el Estado tenga una mayor participación.
Lo primero que nos preguntamos, cuando escuchamos esto, es si el modelo económico mexicano es realmente “neoliberal”. Porque si lo es, tiene una gran cantidad de excepciones, como un virtual monopolio estatal sobre la producción de petróleo y la distribución de gasolinas, que apenas se alteró hace un año con la Reforma Energética. Ese monopolio, que subsistió 75 años, tenía más que ver con los sistemas comunistas o de capitalismo de Estado que con el neoliberalismo.
Pero no ha sido esa la única señal de intervencionismo del Estado en la economía. México tiene, hasta la fecha, una legislación laboral que incide negativamente en la productividad, así como redes de protección social que son anatema para el modelo económico de la Escuela de Chicago.
Nadie con un gramo de honestidad intelectual diría que en México rige un modelo económico neoliberal, como, por ejemplo, el de Singapur.
Por el contrario, México tiene un modelo en el que el Estado sigue pesando demasiado.
Donde la intervención estatal no es indispensable, tenemos un Estado obeso que se nota, entre otras cosas, en la enorme burocracia. Y donde el Estado sí es necesario para controlar los desequilibrios del mercado y las fallas de la condición humana, tenemos uno que funciona de manera muy deficiente.
Nada habla más –y peor– del estatismo que los capitales amasados al amparo del poder. ¿Grupos como Higa se habrían podido beneficiar como lo han hecho sin un Estado tan presente en la economía?
Entonces, ¿el modelo alternativo para México es una mayor intervención del Estado en la economía?
Quién puede creer esto. El modelo alternativo es menos Estado, donde la libertad para competir y la transparencia resultan agentes económicos más eficaces. Y un Estado más firme donde realmente se requiere, como hacer valer el imperio de la ley.