Para Nadia Vera y Rubén Espinosa
Un hombre muere en mí siempre que un hombre
muere en cualquier lugar, asesinado
por el miedo y la prisa de otros hombres.
(Jaime Torres Bodet)

Hoy visité los muros de mis amigos internacionales de Facebook.
Mi amiga argentina Ele cita un verso de Auden e ilustra su publicación con un retrato del poeta hecho por Cecil Beaton.
Mi amiga española Myriam, comparte un artículo que informa: Suecia renuncia a las olimpiadas para invertir el dinero en viviendas sociales. Da gusto leer las consideraciones por las que renunciaron a las olimpiadas. Muy buen ejemplo de quien pensó en las verdaderas prioridades para el país, comenta.
Iguandili, panameña perteneciente al grupo indígena Kuna formada en nuestra Facultad de Danza, pone la foto de un periódico en el que son entrevistados ella y su esposo Diguar Sapi, también bailarín formado en México solo que él en el CNA, sobre el Festival de Arte Dule. Reconocerse en la cultura indígena, se llama el texto.
Germán, mi pariente chileno, cita a Cicerón.
Néstor, colombiano que estudió en la Facultad de Teatro de la UV, invita al estreno de un documental sobre el papel de la mujer en los pueblos Awá Unipa.
Qué maravilla es el Facebook, me digo, la gente comparte cosas de la cultura universal y de las culturas autóctonas de todo el mundo.

Después veo los muros de mis paisanos, especialmente los xalapeños pero no solo ellos, y me encuentro con artículos, columnas, fotografías, protestas, gritos de dolor e indignación por el ruin asesinato de Nadia Vera y Rubén Espinosa, y recuerdo que hace un par de meses en esos mismos muros se protestaba firmemente por la agresión que sufrieron ocho jóvenes activistas en una vivienda de San Bruno, y antes fue Moisés Sánchez, y antes Ayotzinapa, y antes Gregorio Jiménez, y antes la represión a los jóvenes del movimiento Yo soy 132, y antes José Luis Blanco, y antes Regina Martínez.
¿En qué hemos convertido a este país?, estaba a punto de preguntarme pero no, no acabamos de convertirlo en eso, si hacemos una retrospectiva a vuelo de pájaro nos encontraremos con Acteal, Aguas Blancas, la guerra sucia de los años 70, el jueves de Corpus de 1971, la noche de Tlaltelolco y así podemos seguir por todo el siglo XX, el XIX y más atrás.
La historia de este país se ha construido con la sangre de los que protestan, de los que buscan la justicia, de los que defienden la libertad, de los que quieren vivir en paz.
Tres versos le bastan a José Emilio Pacheco para definirnos:

Próceres

Hicieron mal la guerra,
mal el amor,
mal el país que nos forjó malhechos.

Lo releo y vuelvo al poema de Ricardo López Méndez que nos hicieron repetir hasta el fastidio en la primaria:

México, creo en ti,
porque creyendo te me vuelves ansia
y castidad y celo y esperanza.
Si yo conozco el cielo es por tu cielo,
si conozco el dolor es por tus lágrimas
que están en mí aprendiendo a ser lloradas.

Las lágrimas siguen aprendiendo a ser lloradas por nosotros, pienso mientras veo la corrupción paseándose por las calles con su carcajada grotesca y sus corrosivos escupitajos en nuestra cara y me pregunto México, ¿creo en ti?

Y vuelvo al México florido y espinudo de Neruda:

[En México] Todo podía pasar, todo pasaba. El único diario de la oposición era subvencionado por el gobierno. Era la democracia más dictatorial que pueda concebirse.
Recuerdo un acontecimiento trágico que me conmovió terriblemente. Una huelga se prolongaba en una fábrica sin que se vislumbrara solución. Las mujeres de los huelguistas se reunieron y acordaron visitar al presidente de la república, para contarle tal vez sus privaciones y sus angustias. Por supuesto que no llevaban armas. Por el camino adquirieron algunas flores para obsequiárselas al mandatario o a su señora. Las mujeres iban penetrando al palacio cuando un guardia las detuvo. No podían continuar. El señor presidente no las recibiría. Debían dirigirse al ministerio correspondiente. Además, era preciso que desalojaran el sitio. Era una orden terminante.
Las mujeres alegaron su causa. No ocasionarían la menor molestia. Querían solamente entregar esas flores al presidente y pedirle que solucionara la huelga pronto. Les faltaba alimentación para sus hijos; no podían seguir así. El oficial de la guardia se negó a llevar ningún recado. Las mujeres, por su parte, no se retiraron.
Entonces se oyó una descarga cerrada que provenía de la guardia del palacio. Seis o siete mujeres quedaron muertas en el lugar, y muchas otras heridas.
Al día siguiente se efectuaron los apresurados funerales. Pensaba yo que un inmenso cortejo acompañaría a aquellas urnas de las mujeres asesinadas. No obstante, escasas personas se reunieron. Eso sí, habló el gran líder sindical. Éste era conocido como un eminente revolucionario. Su discurso en el cementerio fue estilísticamente irreprochable. Lo leí completo al día siguiente en los periódicos. No contenía una sola línea de protesta, no había una palabra de ira, ni ningún requerimiento para que se juzgara a los responsables de un hecho tan atroz. Dos semanas más tarde ya nadie hablaba de la masacre. Y nunca he visto escrito que alguien la recordara después.

Esto fue en los años 40, siete décadas después la represión sigue lacerándonos. México, ¿creo en ti? vuelvo a preguntarme cuando veo las persecuciones, las masacres, el encono que tiene a este país revolviéndose como fiera herida que se resiste al exterminio.

México, creo en ti,
porque escribes tu nombre con la X
que algo tiene de cruz y de calvario:
porque el águila brava de tu escudo
se divierte jugando a los “volados:
con la vida y, a veces, con la muerte.

México, ¿creo en ti?, ¿puedo creer en un país en el que los niños son secuestrados solamente porque son niños, en el que los que protestan son amenazados o golpeados solamente porque protestan, en el que las mujeres son asesinadas solamente porque son mujeres, jóvenes, guapas y pobres o solamente porque son mujeres, jóvenes y pobres, o solamente porque son mujeres y jóvenes, o solamente porque son mujeres, en el que los que toman fotos y los que dicen la verdad son asesinados solamente porque toman fotos, porque dicen la verdad, y los que organizan encuentros de danzantes son exterminados porque eso sí que está cabrón, es sumamente peligroso?
La serpiente, me parece, está devorándose al águila y al nopal, y engorda y crece y su veneno ponzoñoso alcanza a más y más y más inocentes.

¿Creo en ti?, repito, y vuelvo al texto de Neruda

(…) México está en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la falsa charrería de bigote y de pistola. México es una tierra de pañoletas color carmín y turquesa fosforescente. México es una tierra de vasijas y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito de magueyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.

Y regreso, también, al amado José Emilio:

Alta traición

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

«Cierta gente», dice el poeta y yo, que soy arquitecto, me voy a la obra y veo a los albañiles partiéndose la madre en esta canícula impía y, sin embargo, siempre están bromeando y echando coperacha para las pilas porque la música no puede estar ausente, pues cómo. Y voy a los parques y a las plazas y veo que están llenas de optimistas. Y veo la rabia y las lágrimas pero también la valentía de la gente indomeñable. Y veo que el miedo no se agazapa en su lóbrega guarida. Y veo que los buenos son muchos más y mucho más grandes que los malos. Y entiendo que no, que la serpiente no podrá con todos. Y pienso en Nadia y en Rubén, a quienes no conocí personalmente pero basta enterarse de su lucha, saber sus sueños, conocer su terco amor a la utopía para saber que, aunque ya no tengan ojos para la foto, gargantas para la consigna, están inmensamente vivos en estas calles que nunca callan, que nadie acalla; para saber que dieron toda su vida y están dispuestos a dar toda su muerte para que algún día podamos gritar, orgullosos, ¡México, creo en ti!

 

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