El sueño del guaraní

El pequeño Ramón, hijo del capitán Narciso Bracho y la señora Teresa de Jesús Arbo, nació el 8 de octubre de 1924 en la ciudad de Quiindy, Paraguay. Creció y vivió en su pueblo hasta terminar la primaria, después se trasladó a la capital para continuar sus estudios. En 1951 egresó de la Facultad de Ciencias Médicas de Asunción con el Título de Médico Cirujano y se dedicó a ejercer su carrera en diferentes lugares del país.
El 20 de junio 1958, inspirado en el Día del Árbol (que en Paraguay se celebra el 19 de junio), fundó la Cruzada Mundial de la Amistad acompañado por los señores Víctor Alfonzo Rolón, Carlos Riva, Horacio Maymi, Orlando Troncóse y Kurt Singer. Desde entonces ejerció la presidencia y empezó a impulsar la celebración, año tras año, siempre la última semana de julio.

La amistad es el sentimiento que anida en el corazón del hombre, que apenas se le dé la oportunidad puede brindar a la humanidad insospechados beneficios. Es tan hermosa la amistad; la mayoría de los diccionarios hablan de afectos puros, sinceros y desinteresados. Para mí, lo que particularmente hermosea a la amistad es el desinterés, porque desde el mismo momento en que surja el mínimo interés, eso ha dejado de ser amistad (…) La amistad es la salvación, -comentó en una entrevista con el portal Don Bosco Paraguay.

Visitas a las cárceles, a los hospitales, actos en distintas instituciones educativas, sociales y deportivas, y la coadyuvancia en la reconciliación de personas distanciadas fueron las actividades con las que, poco a poco, fue consolidándose el proyecto hasta que, en 1964, el Ministerio de Educación y Cultura de Paraguay estableció el 30 de julio como Día de la Amistad. Aunque en fechas diferentes, la celebración se extendió a otros países de América del Sur.
Pero el sueño era más grande, el Dr. Ramón Bracho pretendía enlazar al mundo entero así que llevó su propuesta a la UNESCO y el 3 de mayo de 2011 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió designar el 30 de julio Día Internacional de la Amistad.

Es tan lindo todo esto que pondero que en la lejanía de Puerto Pinasco se haya fundado una cosa así, intentando dar la receta para tantos males en este mundo en que habitamos, no sólo en Paraguay, sino en el mundo, porque hay que reconocer que el mundo está realmente enfermo y de gravedad. La amistad es el sentimiento que puede estar más allá de las diferencias políticas y religiosas. Si no podemos ser muy amigos por lo menos logremos el entendimiento, entendámonos como seres humanos, -continuó, en la misma entrevista.

En su mensaje de este año Ban Ki-moonel, Secretario General del organismo, apunta:
El Día Internacional de la Amistad fue promovido por una persona con una visión sencilla pero profunda: que las fuerzas de la animosidad y el odio en nuestro mundo no se comparan con el poder del espíritu humano.

Tuve la oportunidad, a principios de este año en el Paraguay, de elogiar a ese pionero, el Dr. Ramón Bracho, por su convicción de que, así como la amistad tiende puentes entre las personas, también puede fomentar la paz en nuestro mundo.

Esto es de primordial importancia al hacer frente a la discriminación, la maldad y la crueldad que impulsan los conflictos y las atrocidades que afectan a millones de personas en la actualidad. Debemos contrarrestar estas tendencias destructivas con un compromiso renovado de poner de relieve nuestra humanidad común y fomentar el progreso compartido.

En este Día Internacional de la Amistad, fortalezcamos los lazos entre las personas y promovamos un mayor respeto y entendimiento en nuestro mundo.

Las pesadillas y los sueños

Son muchos los acontecimientos que nos separan del sueño del guaraní: la corrupción, la intolerancia, el envilecimiento galopante, los feminicidios, los infanticidios, los masculinicidios, la extorsión, el secuestro, la violación, el comercio sexual.

Son muchos los obstáculos, es cierto, pero más son los caminos que conducen al fortalecimiento de los lazos que unen a las personas: las jam sessions, las ferias del libro, las fiestas de la cultura, las justas deportivas cuando son justas, los encuentros de los que siembran flores, de los que bailan, de los que amasan el barro, de los que dan color a la manta o al papel pero hay acciones más elementales: el saludo al vecino, el interés por la vida de los subalternos, quienes los tienen, o por cualquier compañero de trabajo, la charla con el taxista, con el bolero, con la señora que vende las tortillas.

Son, sin duda, muchas más las acciones que nos acercan al sueño que las lacras que nos separan de él, son también más fáciles y aunque, a veces, parezcan complicadas, siempre valen el esfuerzo porque siempre nos agrandan. Hoy recuerdo a Manuel.

El oficiante del ritual

Mi primer trabajo como arquitecto fue en una constructora, pavimentando calles en Martínez de la Torre. Era una obra muy grande, tenía a mi cargo muchos albañiles y consumía un número considerable de bultos de cemento. Ahí conocí a Manuel, un muchacho parapléjico que compraba las bolsas que se desocupaban. Pasaba todos los días, alrededor de las 12:00, con su diablito, su mascarilla y su báscula romana. Los trabajadores juntaban las bolsas, las ataban y él procedía a pesarlas. Usualmente, más en tono de broma que de trampa, metían alguna piedra entre el papel para incrementar el peso pero lo descubría, tenía un cálculo muy preciso del peso producto que compraba. No recuerdo en cuánto tasaba el kilo de papel, pero el pago era suficiente para dotar de refrescos a las cuadrillas que trabajaban bajo un sol de 40 grados.

Debo confesar que lo veía como un personaje folclórico del anecdotario lugareño, como un destino obligado en la geografía local hasta el día en que el maestro de obras me platicó su historia.

Era hijo de doña Jovita, una anciana avasallada por tantos años de trabajo y de penurias, una de esas heroínas que la intolerancia califica como «plaga». Una madre soltera que consagró su vida a mantener a un hijo que ahora tomaba la estafeta y retribuía el esfuerzo.

En la bodega del patio, tendía unos grandes plásticos sobre los que sacudía, una por una, las bolsas adquiridas antes de acomodarlas en pacas. Colectaba los sobrantes y vendía cemento a granel. Cuando juntaba un número considerable de bolsas, buscaba a sus contactos quienes enviaban un camión que salía rebosante de material para reciclar.

En época de zafra pasan los camiones cargados y es común que vayan dejando cañas tiradas en el camino; las recogía, las cortaba en tramos pequeños y hacía atados que iba a vender al mercado.

Lo mismo pasa en la época del corte de naranja; Manuel recogía los cítricos caídos, hacía jugos y los vendía en los cruceros.

En las tiendas de telas le guardaban los lazos con los que vienen atadas las piezas del textil, con ellos hacía hamacas que comercializaba en el parque.

Trabajaba todo el tiempo sin reparo y sin lamento, mantenía su hogar, y esa familia formada por una madre anciana y un hijo parapléjico, pese a no ajustarse a los cánones ortodoxos, vivía con honradez y dignidad.

Su llegada a la obra marcaba el inicio de un pequeño ritual, los trabajadores hacían un alto en la fatigosa jornada, lo saludaban, lo rodeaban, bromeaban con él. Era proveedor de un pequeño remanso y una dosis de refrescos. Pese a sus desventajas, era una suerte de convocante a la renovación cotidiana de la amistad.

Cada vez que me siento cansado, frustrado o falto de ánimo, vuelvo a ver ese rostro que, a pesar de las adversidades, siempre era capaz de esbozar una sonrisa. Vuelvo a ver la mascarilla, la báscula trashumante y aquella figura contrahecha empujando su diablito con ese paso tan penoso y, por ello, tan ejemplar.

Hoy 30 de julio, Día Internacional de la Amistad, propongo que seamos muy amigos de la vida, que nos hagamos cuates de algún Manuel.

 

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