Estábamos platicando y apareció el tema sin que me diera cuenta cómo. Con un político casi siempre se habla de lo mismo: de grilla, del futuro inmediato en el escalafón de la función pública, de las posibilidades de los que entrarán en la siguiente oportunidad, de los posibles…

Pero él dio un vuelco a la charla y me dijo:

—Pues no sé cómo lo veas tú, pero yo me siento un hombre anormal, diferente de mis iguales, apartado de las normas convencionales que definen al hombre moderno.

—¡Ah, caray! —espeté a modo de respuesta—. ¿Y cuáles son los motivos o las razones que te hacen sentir así?

—Mira, —me empezó a decir mientras se alisaba la guayabera blanca prístina y planchada hasta el absurdo— yo tengo muchas diferencias respecto a lo que consideramos normal entre las personas. Te digo la primera que se me ocurre ahora mismo: soy tolerante a la lactosa, así que puedo comer quesos, crema y todos los productos derivados de la leche sin que me produzcan malestar alguno. Y lo puedo hacer hasta de noche, cuando me voy a dormir como un bendito, y con la panza bien llena, porque no padezco reflujo esofágico no tengo problemas de colon irritable.

—Pues eso es algo muy bueno, te felicito —no tuve otra cosa que decirle ante la buena noticia.

—Pues sí, pero eso me aleja de mis semejantes, me distancia de mis prójimos. Y tienes que añadir que el trigo no me produce ninguna reacción intestinal mala, lo que muchos no me perdonan cuando me ven comer una torta de carnitas, a la que le pongo mucho chile, porque no padezco de gastritis crónica ni eventual.

De ahí en adelante, mi interlocutor ya no se detuvo hasta completar su larga lista de “anormalidades”, como él las llamaba:

—No soy alérgico a ninguna medicina y mucho menos a los mariscos. Fumar no me produce ningún malestar y tomar alguna noche licor en exceso no me produce cruda. Tengo bajos los niveles de colesterol y me mantengo en el peso ideal, no obstante que no sigo ninguna dieta y casi nunca hago ejercicio. Como pocas frutas y verduras porque me encantan las carnes rojas. Cuando me enfermo, lo que casi nunca sucede, voy al médico alópata, sigo sus indicaciones hasta curarme y no lo vuelvo a ver para nada. No creo en las medicinas alternativas, pero además no las necesito porque no tengo ningún mal crónico ni algún dolor perenne.

—¿Nada te duele? —le interrumpo y aprovecho para deslizarle el chascarrillo—Enrique Loubet jr., ese enorme periodista mexicano, decía que si después de los 40 años despiertas y no te duele nada… ¡es que estás muerto!

—Pues muerto debo estar, porque como nunca he padecido insomnio, duermo muy bien y a mis horas, y despierto muy temprano, fresco como una lechuga y sin ningún achaque. Por eso no padezco de los nervios, no conozco el stress y nunca he tenido depresión o angustia. Te digo que soy un anormal.

Aquí se detuvo y se quedó viendo hacia el horizonte. Volteó su mirada hacia mí, y me hizo su confesión, a modo de despedida.

—Pero hay algo que me hace sentir todavía más diferente, separado para siempre de mis congéneres: es que en todos los puestos públicos que he desempeñado…

—¡Nunca me he robado un peso!

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