Ahora están en sus mejores días, en la cosecha, en la vendimia; es la época en la que tradicionalmente se empoderan, se llenan de recursos, se vuelven importantes. Es cuando sus supuestas potencialidades salen a flote; cuando son solicitados; cuando hacen al parecer lo único que -al parecer- saben hacer: operar políticamente.
Y así los llaman: operadores políticos.
Son una entelequia del sistema electoral que viene desde los tiempos remotos en el que las elecciones eran una simulación que sustentaba a la dictadura perfecta (te recuerdo y te sigo leyendo, Mario Vargas Llosa). Y eran ilusión los votos que llevaban cuando no había vigilancia de ninguna clase, cuando se podían embarazar urnas, hacer ratones locos y carruseles, y todas las exquisiteces de la mapachería electoral mexicana.
Pero siguieron siendo ilusión sus votos cuando la democracia empezó a operar -con pañales y todo, pero cierta y segura-, y ya no hubo tantas ni tan evidentes mañas y trampas con el sufragio de los ciudadanos. A pesar de los candados de la normatividad electoral, no obstante la vigilancia de los observadores nacionales e internacionales, los cochupos de siempre en las urnas sobrevivieron sin remedio, aunque se tornó más difícil hacerlos.
Y ahí salieron ganando los operadores políticos, porque encarecieron su trabajo, y tasaron aún mejor su sapiencia malsana, su capacidad legendaria para sortear la voluntad popular.
En el mar revuelto de la indefinición, salieron ganando porque siguieron teniendo valor sus votos de humo, sus sufragios ilusorios, sus boletas sin voluntad.
Pero ellos son tigres de papel. Viven a expensas de quienes votan por sus candidatos, a pesar de ellos. Se definen a sí mismos como los artífices del voto multitudinario y no aportan nada al incauto que les vuelve a dar las millonadas para que manejen la elección. Su voraz apetito se nutre de despensas, de láminas y pisos firmes, de becas, de gestiones. Pero sobre todo se alimentan de apoyos en efectivo, los cuales, aseguran, riegan a diestra y siniestra, aunque en realidad los embuchacan de la mejor manera posible (“Me dieron mil pesos para ti, pero para qué quieres 500 si con 300 te alcanza; toma 200 y me das 100 de cambio”) y terminan en sus bolsillos siempre exigentes porque, como dice el clásico: no tienen llenadera.
Hoy se sienten a sus anchas. Hablan de los 3 mil, 5 mil, 10 mil votos que traen en la bolsa para ofertarlos al mejor postor. Suplantan a los formadores de opinión que crean conciencia y con sus textos orientan honestamente la opinión pública; detentan la fuerza real de los líderes de las colonias marginadas, que juntan votos atrás de las necesidades interminables de los jodidos; medran con las buenas obras y acciones de gobierno, en las que ellos nunca participaron.
Y son los grandes sapientes del proceso electoral: para ellos todo está mal, todos están mal.
No tienen conciencia, no tienen partido, no hay lealtad que valga para ellos.
En la medida en que la democracia avance en México, irán desapareciendo ante el peso de la realidad.
Pero por lo mientras, qué bien les va en estos días…
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