Vivimos en una época difícil. Yo sé que anteriormente también existieron dificultades, solo que diferentes a las que nos enfrentamos hoy en día. Actualmente, muchos de nuestros problemas y estrés se deben a la sobrevaloración del “multitask” humano o la capacidad de hacer muchas cosas a la vez, así como al culto al trabajo, a estar activos, productivos, sociables, informados, a la moda y eficientes. De esta manera nos convertimos en personas que tienen dos o tres trabajos o actividades, con hijos, una vida social y virtual activa, además de mucha responsabilidad o presión laboral, proyectos, etc., haciendo ejercicio de manera exagerada, inadecuada (por aquello de que además de sano hay que estar atractivo) o nula, al tanto de las últimas noticias y dedicando horas a las redes sociales, conformándonos dentro de un estereotipo que por gusto, exigencia o convención social va moldeando nuestro estilo de vida y la construcción –o deformación- de nuestra identidad personal y hasta colectiva.

Hace poco vi un video donde se ensalzaba las cualidades de una madre, mediante una especie de experimento social. Se trataba de una oferta de trabajo donde a los postulantes se les pedía estar disponibles las 24 horas del día, sin posibilidad de descanso, sin paga, estando de pie durante largas jornadas y sin poder sentarse, con capacidades culinarias, de manejo de conflicto, de primeros auxilios, entre muchas otras cosas. La reacción de todos fue de sorpresa e indignación. Al final les decían que ya existen personas cumpliendo esas funciones y que se trata de las madres. Perdónenme todas las súper mamás abnegadas de este mundo (en especial las que tienen más de dos hijos), pero el video en cuestión me arrancó una carcajada y es que, la mera verdad, estos seres endiosados hasta el cansancio también somos seres humanos que necesitamos descansar, dedicarnos tiempo a nosotras mismas y es prácticamente imposible hacer lo que dicho video expone.

Y es por culpa de esas expectativas sobre la maternidad, además de todo los que las mujeres hacemos hoy en día (y muchos padres también), que las mamás entramos en modo “momster” tan a menudo (explicado así ya no suena tan sorprendente, ¿verdad?). Yo creo que si no fuéramos tan exigentes ni perfeccionistas y nos diéramos nuestros tiempos de ocio y descanso, si enseñáramos a los hijos que los padres no estamos a su entera disposición y que también merecemos nuestro tiempo y espacio, disminuiría en mucho el estrés y el cansancio que nos da por acumular.

Pero esto no solo se reduce a la maternidad o paternidad. La manía de saturarse a tope se da casi en cualquier ámbito de la vida, y tenemos trabajohólicos que exigen atender asuntos “urgentes” fuera del horario y día laboral, porque ellos lo hacen; tenemos niños que asisten a escuelas donde llevan sus materias y un montón más de asignaturas y talleres que les ayuden a “alcanzar la excelencia”, mucha de tarea y actividades deportivas o extracurriculares, sin dejar que el niño realice lo más importante que debe hacer que es jugar.

Porque aparte de toda la carga de trabajo, hay que mirar la última serie de moda completita, conocer las últimas noticias (que surgen cada 5 minutos), ser popular en Facebook, Twitter, Instagram o cualquier otra red social y sentirnos orgullosos (as) de que podemos hacer todo esto además de otras tres o cuatro actividades al día. Qué mejor si por ahí salvamos a las ballenas, al país o al mundo…

Hay gente que ya no sabe lo que es un momento de ocio, de detenerse a respirar, a reflexionar, convivir e interactuar con los demás sobre asuntos que no impliquen “obligaciones”, especialmente de manera presencial. Nos hemos ido convirtiendo en súper máquinas de trabajo, orgullosas de nuestros logros y capacidades, pero que se han olvidado por completo disfrutar la vida y las relaciones afectivas.

Yo confieso que es un veinte que me ha costado mucho aceptar y asimilar; que tardó en caerme. No fue hasta que empecé a enfermar, a volverme mucho más irascible de lo normal, a tener dificultades para dormir y para disfrutar lo que hago, que me di cuenta. Así que decidí hacer algo al respecto y ¡adivinen qué!: Volvió la luz a mi vida. El simple hecho de comenzar a tomar decisiones que me ayuden a simplificar mi vida, a no saturarme tanto, a poder cumplir con mis compromisos sin estrés y hacer las cosas que me gustan (además de mi trabajo), me han devuelto la paz, el buen humor, la capacidad de disfrutar, de dormir y de escuchar lo que mi cuerpo me dice y necesita (y hasta estoy empezando a recuperar mi peso normal).

No hace falta ser máquinas hiper eficientes que lo den todo, que lo hagan todo, que lo sepan todo ni que estén en todo. Solo hace falta cumplir con lo que es verdaderamente necesario en lo que uno haga, fijarse metas para crecer e irse superando y darse tiempo para uno mismo, para el descanso, convivir con quienes uno ama y hacer cosas que nos gustan. Saber reconocer y respetar los límites propios también nos devuelve la capacidad de ser más empáticos y sensibles con nuestro ser interior y con los demás. Esto, a su vez, nos ayuda a ser más eficientes con nuestras obligaciones. Irónico, ¿no? Ya me acordé, por fin, de qué se trata la vida.