En 1980 ingresé a la Facultad de Arquitectura. Había estudiado el propedéutico en el Área Técnica y coincidí con un par de compañeros en el grupo “C”; fuera de ellos, el primer día de clases todo fue novedad: unas aulas que se llamaban cubos, unas materias que se llamaban paquetes, voces desconocidas, ignotas risas, insospechados maestros y una cabellera larga, risada, de brillante azabache tres pupitres adelante del mío. Hube de esperar hasta el final de la primera clase de Instalaciones para descubrir el rostro, el color de la piel, la mirada, el aroma. Elucubré, con sagacidad de veinteañero, que debía abordarla con un discurso contundente, irresistible, demoledor pero las palabras, al parecer, ese día se quedaron dormidas y me dejaron solo así que me dejé dejar guiar por la intuición y, con aplomo, proferí:
-¿Cómo te llamas?
1 FAUVInfalible fue la sentencia, a juzgar por el efecto: su boca dibujó una sonrisa que, indubitablemente, era una súbita invención de ese rostro que nacía para serme entregada en exclusividad. Después vino una voz que no supe si emanaba de los labios o de esos ojos parlanchines de color miel:
-M
¿Quién puede, a los veinte años, resistir tal embate de la dicha?
Era un septiembre de profusos aguaceros que, de tres a cuatro de la tarde, lavaban el cielo con puntualidad de afanador.
Nos encontrábamos en los recesos y, entre tortas frías y coca-colas tibias, disertábamos sobre los méritos de los dólmenes y los menhires, ponderábamos la resistencia del acero y celebrábamos las bondades de la letrina seca pero no asomaban por ninguna parte mis dotes de seductor.
-Me late esa chava, pero no sé cómo llegarle
-Ponle un apodo, eso les gusta mucho, dile ratita
-¿Ratita?
-Sí, ¿no ves que tiene cara de ratón?; no te ahuites, está guapa, pero yo le veo cara de ratón, -me dijo Roberto con su franqueza sonorense (Mickey terminó diciéndole y ella nunca se enteró de que era por su supuesto parecido con el personaje de Disney)
Cohabitábamos todas las treguas que nos dejaba la fatigosa carga escolar, pero esos lapsos eran cada vez más insuficientes.
-¿Por qué no tenemos una conversación extramuros?, le dije un viernes, con audacia felina. La propuesta era literal, no tenía dinero ni para pagar un café, el encuentro debería acaecer en lugar público, libre de cóver y consumo mínimo (la situación no ha cambiado mucho pero ahora ya me atrevería a decirle ratita, no tengo dinero, invítame un café; los años nos dan cierta dosis de desparpajo y de cinismo)
2 Los BerrosLa cita quedó concertada para el sábado siguiente, a las 5 de la tarde, en el parque de Los Berros. Con estoica determinación logré contener la ansiedad hasta las cuatro y media, y pude ralentizar mis pasos para cubrir en diez minutos un recorrido que habitualmente hacía en siete. Hay que vivir esa situación para saber que eternidad cabe en los veintisiete minutos que rodeé el parque antes de que apareciera su imagen, yendo y viniendo por el aire, guindada de un columpio. El aplomo me alcanzó para no correr, pese a la independencia que estaban por promulgar mis piernas.
Cuando por fin estuve frente a ella caí en la cuenta de que había desaprovechado el valioso tiempo de la espera; no había urdido el saludo y me resultaba impronunciable la propuesta de Roberto: -Tú dile, ratita, ¿vamos a coger un ratito?
Volví a fiarme de la intuición que ahora fue más benévola:
-Hola, ¿cómo estás?
Y de nuevo la risa y los ojos que me invitaron a compartir el sube y baja.
Mientras luchaba por vencer el vértigo trataba de imaginar algún lance amoroso de Casanova, de Don Juan Tenorio o, por los menos, de Mauricio Garcés desarrollado en unos juegos infantiles mas la imagen no llegaba a mi mente, más ad hoc hubiera resultado la evocación de un personaje de Murakami, pero el japonés comenzaba a escribir y no había sido traducido al español.
5 LibroAbrumado, propuse caminar. Me había propuesto no hablar de temas escolares, pero las ideas no llegaban y el silencio comenzaba a volverse denso.
El destino, que todo lo ata y lo desata, me proporcionó una tabla de salvación: en una banca estaba un libro. Oteamos en busca del posible propietario pero, a excepción de nosotros y un perro tuerto que se rascaba las pulgas, el parque estaba inhabitado, entonces nos sentamos para conocer el libro; se trataba del Nuevo recuento de poemas de un poeta del que ninguno de los dos tenía noticia, después supimos que era chiapaneco. Lo abrí al azar y leí en voz alta:

Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti.
Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden. ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo.
¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas?
Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles?…

4 Sabines(Abrón, pucta misoginia, me diría años más tarde mi amiga Nayma)
Caminar por los Berros y leer a Sabines se convirtió en nuestro ritual sabático. Tras la enésima lectura de Los amorosos sobrevino el ósculo primo, no hay timidez que dure cien años ni impulso juvenil que la resista.
Continuamos con esos encuentros durante cinco o seis semanas hasta que terminaron los paquetes e ingresamos al taller de diseño básico. Cualquiera que haya estudiado arquitectura conoce la saña de los maestros de un taller; el par de horas que quedaba libre, incluyendo días festivos y fines de semana, era para dormir. La relación se redujo a ocupar restiradores enfrentados, a compartir el politec, la tinta china, las hojas de cuter, las tortas frías y el café aguado y tibio.
Endeble es, a esa edad, la estabilidad; al terminar el semestre M decidió irse a estudiar a la UNAM.
Salomónicamente resolvió el estira y afloja por la tenencia del libro (ambos renunciábamos a él para que cubriera la soledad del otro); propuso partirlo a la mitad. El águila, al caer boca arriba, determinó que con ella se irían Los amorosos y conmigo se quedaría El paralítico; ella bailaría el danzón que tocan en el cabaret de abajo, yo tomaría la luna a cucharadas o como una cápsula cada dos horas.
He habitado muchos rumbos de esta ciudad. Llegué a Xalapa con una maleta que contenía todo mi universo; después, a la maleta se sumaron un par de cajas de cartón y así, sin darme cuenta, me fui llenando de objetos, muchos de ellos innecesarios, y perdí otros tantos que ya no extraño. En alguna de tantas mudanzas extravié mi mitad del talismán, supongo que lo mismo le sucedió a M. Como la imaginación me es dada, imagino que las dos mitades anduvieron buscándose por el mundo, que se encontraron en la mesa de ofertas de algún anticuario o en un estanquillo de libros usados y Tarumba sacó a bailar a la cojita embarazada, Adán y Eva entonaron los cantos de las sirenas de los barcos, el mayor Sabines le dio a la Tía Chofi un abrazo tan amoroso que la hizo llorar y, secretamente, se alegraron cuando fueron comprados por separado porque saben que se son ajenos, que ya no se pertenecen, que lo que el destino separa ya nadie lo puede juntar.

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6 SiembraEntre nevadas, aguaceros, ventiscas y tímidos guiños del sol, se acerca la primavera y con ella el Día Mundial de la Poesía que desde el año 2000 se celebra cada 21 de marzo, nuevamente los invito a celebrarlo sembrando libros; se trata de dejar uno o más libros en un lugar público con un mensaje en el que se le diga al colector que es un obsequio anónimo, que lo disfrute, y en el que se le inste a que se sume a la jornada; en estos tiempos turbulentos vale la dicha emprender cualquier acción que nos permita allegarnos un poco de paz. Siembren libros, quizá logren que alguna pareja de adolescente se jure amor eterno y cumpla fielmente su promesa… durante un semestre

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PD: Han pasado tantos años, Marina, que seguramente tu versión es muy distinta y, si es que acaso me lees, esta historia te resulte plenariamente novedosa. Espero que sigas sin sin poder dormir pues de lo contrario, lo sabemos, te comerán los gusanos. En donde quiera que estés, siembra libros.

 

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