Acercanza
Hace algunos años, azarosamente me topé con una reseña de un concierto que dio Brad Mehldau en España, Brad Mehldau: música en los ojos, se llamaba. Me llamó la atención el título, la leí, me gustó mucho y me puse en contacto con la administradora del blog para pedirle que me autorizara leer el texto en El jazz bajo la manga, cuando era programa de radio. Solo sabía de ella que se llama Alba Ceres Rodrigo. En su blog hasta embellecer lo exhausto supe que se había encontrado con una palabra arrumbada y polvosa, la había sacudido muy bien y le había devuelto su esplendor. La palabra es acercanza, el DRAE la define como: (de acercar) Proximidad, relación. Debo reconocer que, pese a ser tan evidente y bello, no conocía el término; gracias, Alba.
Amazonas del violonchelo
Después nos encontramos en Facebook y hemos hecho una bella amistad interoceánica que se ha prolongado ya por varios años; ahora sé, además, que es aprendiz de chelista, que tiene un nuevo blog que se llama extraña forma de vida, que ama los árboles y el mar, que es muy modesta.
En ocasión del Día Internacional de la Mujer escribió el texto Las voces por escuchar, que me remitió a las jamugas, esas sillas diseñadas para que la mujeres se sienten en lugar de montar en los caballos (pese a los riesgos que implica) porque, ¡qué horror!, ¿cómo va a ser que abran las piernas? En su texto nos habla de las amazonas del violonchelo, las pioneras en montarlo.
Las voces por escuchar
Alba Ceres Rodrigo
Beatrice Harrison amaba los árboles y a menudo tocaba en los bosques o lo hacía en su jardín porque le gustaba confundir su música
con la de los pájaros. Cuando Elgar compuso el Concierto para violonchelo que, décadas más tarde, consagraría a Jacqueline du Pré, confió en Beatrice para la primera de sus grabaciones.
May Mukle, encargada de estrenar importantes obras de compositores como Kodály o Ravel, fue una de las primeras mujeres violonchelistas en alcanzar reputación internacional. Sin embargo, toda su vida cargó con el apelativo de «mujer Casals», como si ella no pudiera ser mujer Mukle por sus propios méritos, como si fuera necesario, para aprender a valorar su destreza, compararla con la del aclamado violonchelista catalán.
También Guilhermina Suggia lidió por defender su nombre en el panorama violonchelístico de principios del siglo XX. Los chascarrillos sobre su fuerte carácter o su romance con Casals empañaron constantemente su arrolladora presencia escénica y su célebre interpretación del Concierto de Lalo.
Cuando el simple gesto de abrir las piernas para sostener el instrumento era considerado algo obsceno si, claro está, quien las abría era una mujer, Beatrice, May y Guilhermina (y tantas otras), relegadas hasta el momento a la música de fiestas de salón, tuvieron la valentía de romper con la norma que enseñaba a las mujeres a tocar el chelo colocándoselo a un lado, con las piernas bien cerradas, retorciendo sus espaldas e impidiendo, por lo incómodo de la postura, que extrajeran del instrumento todo su potencial y, por tanto, también que se equipararan sus oportunidades con aquellas de los hombres. Ellas, pioneras, abrieron sus piernas, sus manos, su vida en un gesto tan amplio que hoy rescato porque a todas y todos los que vinimos después todavía nos reverbera.
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