Vengo de una familia de larga tradición docente (de mi bisabuelo a mi madre), en la que el mero hecho de atestiguar, compartir y dar elementos para que otros puedan aprender y desarrollar su potencial, ha sido parte esencial de nuestra alegría y misión de vida.

Llevo casi 20 años dando clases en mi campo y pese a que mi primera experiencia fue casi traumática y desastrosa, debido a mi corta edad (tenía 19 años), nula experiencia y preparación docente, tuve la suerte, tiempo después, de trabajar e irme topando con excelentes maestros de los que he aprendido no solo a desarrollar mi propio conocimiento, sino también formas diferentes de aprender y de enseñar desde otra perspectiva, mucho más humana, además de que he contado con muchos “alumnos-conejillos de indias”, a quienes agradezco despertar en mí la hermosa vocación de la docencia mientras, a modo de laboratorio, he ido creando y aprendiendo mi propia manera de relacionarme con los alumnos y compartir el maravilloso proceso del aprendizaje y desarrollo… de ambas partes.

La docencia es, a mi parecer, una de las profesiones más importantes en una sociedad, encargada de que diferentes individuos puedan desarrollar competencias para adquirir y generar conocimientos, así como habilidades sociales.

Debo decir que, pese a lo práctico de los sistemas educativos estandarizados, el enfoque por competencias meramente intelectuales y, en el mejor de los casos, también sociales, dentro de un montón de requisitos que no toman en cuenta el perfil, intereses y contexto de los estudiantes, se ha convertido una piedra en el zapato. ¿Por qué me atrevo a afirmar esto? Basta echar un vistazo a nuestro sistema educativo, desde preescolar hasta universitario.

Nos encontraremos con un montón de factores que entorpecen los ideales educativos que predicamos y a los que aspiramos, con alumnos que están rodeados de problemas familiares, económicos, carencias alimenticias o afectivas, falta de atención por parte de los padres (ya sea por necesidad de trabajar muchas horas o por evasión) y con grupos numerosos, donde es muy difícil establecer una relación y un vínculo emocional con cada estudiante -que es sumamente importante- y encima hay que cumplir con un montón de contenidos a un ritmo estandarizado que margina o descalifica a quienes aprenden más lento o diferente y aburre a quienes tienen un ritmo de aprendizaje mayor que el resto.

Claro que existen muchas estrategias para compensar las diferencias en ritmos y para motivar a los estudiantes desde sus intereses, pero el enfoque de la pedagogía actual, aunque fundamentalmente constructivista, se basa en el desarrollo de competencias intelectuales pero no emocionales, ni en el alumno ni en el maestro. Y con esto, finalmente he llegado al meollo del asunto: se puede ser constructivista y no por ello constructivo, se puede buscar que el alumno aprenda ciertos contenidos y desarrollar algunas competencias pero no por ello estar desarrollando su verdadero potencial y capacidad de aprender. Y es que hay un chorro de circunstancias que afectan tanto a alumnos como a maestros, donde las emociones también juegan un papel crucial en el proceso de aprendizaje, pudiendo fortalecerlo, debilitarlo o entorpecerlo.

Quienes nos dedicamos a esto debemos tener en cuenta que asistimos (no instruimos) a muchos individuos en su proceso de aprendizaje y formación humana, que amerita todo el respeto y empatía posibles. No se trata de ser condescendiente, se trata de entender, hasta donde se pueda, a cada uno de los estudiantes, con todo lo que implica, y elaborar una serie de estrategias que faciliten su proceso, despierten su interés y pasión por aprender y le encuentren un sentido para su vida cotidiana. Por eso es que estoy en contra de los grupos numerosos y de la evaluación cuantitativa. Por eso es que también estoy en contra de los maestros descalificadores, barcos e impersonales. Por eso estoy en contra de lo poco que se valora en México a esta profesión y por eso estoy en contra de los maestros mediocres o frustrados.

Seguramente todos tuvimos alguna vez un profesor o profesora que amaba tanto lo que hacía y se entregaba tanto, que nos contagió de su entusiasmo y despertó nuestro interés. ¿Y qué decir de aquellos maestros (as) que se preocupan e interesan por sus alumnos hasta convertirse en verdaderos mentores? Un buen docente no es el más estricto, ni el que más alumnos tiene, ni tampoco el que mayor categoría tiene. Un verdadero docente observa, aprende junto con sus alumnos, entiende las necesidades de cada uno, es respetuoso con sus estudiantes y consigo mismo, es responsable, empático y sabe ser una guía; sabe contextualizar y aprovechar el perfil de cada alumno, sus fortalezas individuales, para que el proceso de aprendizaje sea una experiencia gratificante para todos y lo hace con humildad.

Bien dice Sir Ken Robinson, en su libro El Elemento, que lo importante para que una persona logre desarrollarse plenamente no es el éxito académico, sino permitir que explore y explote su potencial e intereses y esto se da, casi siempre, con la ayuda de un buen mentor. Por eso es tan importante que la docencia se elija por vocación y no por necesidad o por heredar plazas. Tan importante como tener maestros bien pagados, valorados y capacitándose constantemente, es contar con la infraestructura adecuada y proporcionar elementos y cargas que permitan desarrollar y aplicar una pedagogía emocional y constructiva.