Con la reciente liberación de la periodista Marijose Gamboa, presa en el penal de Tuxpan, concluye el episodio negro más reciente de la larga serie de atropellos protagonizados por el gobierno veracruzano en contra de periodistas.

En una estela de violencia y desencuentros inútiles con la prensa y sus hacedores, el gobierno de Javier Duarte de Ochoa ha logrado rápidamente colocar a Veracruz en el mapa mundial de la ignominia: su territorio se ha convertido en el sitio más peligroso del globo para el ejercicio periodístico y la libertad de expresión.

La confrontación, el linchamiento, el chantaje, el desdén y la impunidad han sido solo algunos de los comportamientos característicos contra la prensa de una estructura de gobierno que, en sus primeros años, tuvo en Gina Domínguez Colío a su más conspicua ejecutora, y a quien le han seguido dos personajes con muy poca experiencia en la comunicación institucional: Alberto Silva Ramos, exalcalde de Tuxpan y hoy precandidato priista a la diputación federal, y Juan Octavio Pavón González, exdirector de Radiotelevisión de Veracruz (RTV).

Es cierto que a la exvocera se le fue la mano e hizo ver hasta a su jefe que, en la relación con los medios de comunicación, solo sus chicharrones tronaban, pero no es un secreto que el propio gobernador Duarte sufre prurito solo de pensar en el mal llamado quinto poder, acaso porque como titular de Sefiplan con Fidel Herrera le tocó sufrir y apechugar los despilfarros gubernamentales a favor, incluso, de hojas volantes.

Han sido tres años no solo de deudas impagadas con diversos medios, disminución de los montos contratados y cancelación de relaciones comerciales, sino también de intervención directa en los medios favorecidos para normar la línea editorial, reprimir a periodistas irredentos con despidos ordenados desde Palacio de Gobierno y fustigar con plumas ajenas a los periodistas y medios con una mínima vocación crítica.

Lo más grave ha sido la actitud omisa para investigar y castigar con todo el peso de la ley a quienes han asesinado a 12 periodistas y han desaparecido a más de cuatro, obligando a muchos más a abandonar la profesión o cambiar de residencia para preservar la vida y su libertad.

La judicialización del amedrentamiento

Los agravios contra la prensa podrían constituir un largo prontuario. Baste invocar algunos casos para no olvidarlos.

Apenas en el amanecer de su gobierno, en agosto de 2011, cuando la delincuencia organizada sentaba sus reales y convertía a ciudades como Veracruz y Boca del Río en un campo de batalla del que debían ausentarse las fuerzas del orden, Javier Duarte hizo un primer alarde de impaciencia al ordenar la detención (llevada a cabo con lujo de violencia) de Maruchi Bravo Pagola (exfuncionaria estatal) y Gilberto Martínez Vera, por difundir en redes sociales supuestos actos de violencia del crimen organizado contra centros educativos de la zona conurbada.

Con enorme rapidez, mientras los delincuentes cometían libremente sus tropelías en Veracruz sin ser molestados, la procuraduría de justicia detenía –al siguiente día de los mensajes– a los dos tuiteros para ser sometidos a proceso por los delitos de terrorismo y sabotaje, un hecho que dio la vuelta al mundo y que tuvo que ser remediado un mes después para evitar mayores daños, mediante su liberación.

El propio Duarte, menospreciando la autonomía del poder judicial, publicó en su cuenta de Twitter el 26 de agosto de 2011 que los tuiteros enfrentarían penas de hasta 30 años de cárcel. No duraron ni 30 días.

¿Cuál era el miedo a las redes sociales?, ¿lo divulgado ponía en tela de juicio la efectividad de las fuerzas de seguridad para mantener la paz en la entidad?, ¿había que normar el uso de las redes sociales para controlar el medio libre por antonomasia?

La cuestión es que, como sí lo logró el gobernador Roberto Borge en Quintana Roo, el mandatario veracruzano estuvo a punto de lanzar una ley para amarrarle los dedos a los ciudadanos que encontraron en las redes sociales la mejor forma de expresarse y, posteriormente, una iniciativa fallida lanzada por interpósita persona para normar las manifestaciones públicas.

Antes del caso de Maruchi Bravo, quien se ha convertido en una máquina informativa a través de Facebook y Twitter, y cuyas publicaciones han movido en más de una ocasión el seguimiento de portales y periódicos, ya se conocía de la sospechosa detención del periodista Carlos de Jesús Rodríguez, próspero propietario de la página en internet Gobernantes, por presuntos abusos sexuales contra una mujer.

Carlos de Jesús habría cometido la insensatez de criticar acremente al gobernador Duarte, luego de resentir una sustancial merma de casi 75 por ciento en el millonario convenio publicitario que le había otorgado Fidel Herrera Beltrán. Lo pagó caro: fue a dar al penal de Pacho Viejo donde, según su versión, fue sometido a tortura.

El caso más reciente, decíamos, fue el de la periodista y funcionaria panista Marijose Gamboa, columnista en el diario Notiver y exdirectora del Instituto de las Mujeres en el ayuntamiento de Boca del Río; su andadura crítica contra el gobierno duartista y su alineamiento con los Yunes blanquiazules, le costó campañas de desprestigio, pero la cosa se puso más dolorosa.

Hace siete meses, de madrugada, aparentemente con copas encima, Marijose atropelló y dio muerte a un joven boqueño en el bulevar. Las características del caso apuntaban a un homicidio culposo, con atenuantes importantes porque la víctima cruzó sin precaución cuando dos vehículos circulaban en la avenida arriba de la velocidad estipulada como máxima.

Hubiera sido arrollado por el primer vehículo pero logró salvarlo, pero no vio que en el siguiente carril circulaba otro al que no pudo evitar.

Así se escribió esa noche la triste historia. Contra lo que todo mundo hace, Marijose esperó a que llegaran las autoridades, en lugar de escapar. Cuando las autoridades judiciales y el gobierno estatal se enteraron del caso, de inmediato echaron a andar la perversa maquinaria de la venganza.

Se le llevó a proceso amañado, se le linchó públicamente, se le encarceló casi sin derecho a ver a su abogado, se le negó la atención médica de urgencia por las secuelas del accidente y, finalmente, se le remitió al penal de Tuxpan, a cinco horas de su ciudad, exponiéndola en su seguridad y dignidad. Esta semana ha sido liberada gracias a la determinación de un juez federal.

Pero si la perversa mano judicial fue severa con los comunicadores, no lo ha sido ni mínimamente con los autores materiales e intelectuales de los 12 homicidios cometidos contra periodistas.

Solo la presión nacional e internacional ha logrado movilizar a la entonces Procuraduría, pero siempre se ha tratado de ofrecer la versión de que los caídos (sin posibilidad de protestar por ello) fueron víctimas de sus propias relaciones personales y no por el ejercicio de su actividad profesional.

La impunidad que ha caracterizado cada caso, desde los crímenes de dos articulistas de Notiver (Misael López y Yolanda Ordaz) y de la corresponsal de Proceso Regina Martínez, hasta los casos de Gregorio Jiménez, asesinado en Coatzacoalcos, y de Moisés Sánchez, secuestrado y eliminado en Medellín de Bravo en enero de este año, contrasta con la severidad con que han sido criminalizados y ridiculizados los comunicadores víctimas de la violencia.

Para colmo, varios reporteros y fotógrafos han sido víctimas de atropellos por parte de la policía estatal, mientras que el secretario de Seguridad Pública ha mostrado de diversas formas su animadversión con los periodistas.

La más célebre manifestación de Arturo Bermúdez Zurita contra los del gremio fue durante su comparecencia para la glosa del informe en noviembre de 2013, cuando espetó: “¡Pinches medios!”, mientras los comunicadores lanzaban consignas y mostraban pancartas exigiendo alto a la escalada emprendida por este funcionario contra los reporteros y fotógrafos.

¿Podrá Duarte revertir en los meses últimos de su mandato la opinión generalizada de que su mandato se ha manchado de la sangre de periodistas? ¿Logrará establecer una relación de respeto hacia los medios de comunicación? Se ve sumamente difícil, incluso, prácticamente imposible.

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