Hoja de Ruta

Por Pedro Manterola

La confianza sustenta y articula toda relación humana. Sea personal, de negocios, familiar, social, política, deportiva, laboral. Porque se confía o no en el otro anticipamos su conducta, sus respuestas, sus silencios. En confianza, podemos creer que el susodicho actuará correctamente en determinadas circunstancias. Si nuestro interlocutor tiene un historial de imposiciones, trampas y traiciones, es por lo menos muy ingenuo esperar algo bueno de un individuo de esa catadura.

La buena fe es propicia para el diálogo y el acuerdo. A partir de ella, depositamos la confianza en lograr acuerdos y objetivos en las acciones futuras de alguien más. Al ser consciente y voluntaria, la confianza exige demostraciones cotidianas que la alcancen y certifiquen.

La confianza simplifica las relaciones humanas. La pérdida de confianza agota y reduce el contacto con los otros. Al reconocer en el otro la incapacidad constante de cumplir lo prometido, la confianza se entrega a nuestras propias capacidades. Es más saludable confiar en la palabra propia que en los artificios de un mentiroso indeleble. La confianza acota la incertidumbre, limita las dudas, expande la capacidad de creer e incrementa la expectativa de ganar sin que nadie pierda.

La confianza en mí mismo nace de saber lo que puedo, quiero y debo hacer, y asumir que lo haré. Hacer extensiva esa confianza entre quienes me rodean implica transparencia y responsabilidad. Si consigo la confianza de los demás, los propósitos colectivos se vuelven alcanzables, a partir de talentos y experiencias propias y ajenas.

La confianza permite una sana convivencia, sanea el ambiente y depura el entorno, favorece la resolución de problemas, coordina pensamientos, acciones y metas a partir de percepciones benéficas y emociones provechosas. Si cumple nuestras expectativas, la confianza da a la respiración, al sístole y al diástole un ritmo similar al que proporciona la felicidad, sentimiento imposible en un clima enrarecido por la suspicacia.

La confianza es cimiento de amistad, respeto, amor, vida en común. Amigos, pareja, socios, gobiernos, justicia, funcionan sólo si nuestra relación con ellos implica confianza recíproca y en nosotros mismos. Si alguno la defrauda, la relación se atrofia, y recomponerla es más arduo que construirla. La confianza permite vernos a los ojos sin temores ni recelos, nos ayuda a caminar erguidos y con la cabeza en alto. No hay confianza de brazos cruzados, muecas altaneras y miradas esquivas.

Nuestras experiencias son útiles cuando nos encontramos ante la disyuntiva entre el recelo y la confianza. No podemos creer en los que desconocen la franqueza, en quienes dicen la verdad sólo cuando les resulta conveniente. A quien posee antecedentes de farsa y fingimiento, es absurdo otorgarles la confianza. El tamaño de la duda surge del pasado de nuestros interlocutores, de su capacidad de cumplir dichos, promesas y compromisos. Y esa duda es de ida y vuelta, faltaba más.

Siempre será sensato, justo y correcto reconocer al que cumple su palabra y despreciar al que no sabe hacerlo. Cuando la confianza se rompe, o se arregla o se busca en otra parte. La disculpa y la nueva oportunidad tienen límite y fecha de caducidad. La confianza es evolutiva, la desconfianza es mutante.

No se puede cooperar con otro si hay palabras fallidas y promesas rotas. En política sobran ejemplos. Oportunistas abundan en torno a los poderosos. Su habilidad consiste en lucrar política y económicamente a la sombra del que manda. En año de elecciones, los veremos pulular alrededor de dirigentes y candidatos, y la distancia o cercanía entre ellos nos dará una idea de lo confiable que puede o no ser determinado aspirante.

Queremos confiar en nuestra democracia, en la limpieza de las elecciones, en la libertad de participar de acuerdo a nuestros propios criterios y compromisos. Quiero confiar en los funcionarios de casilla, en los consejeros y magistrados electorales. Pretendo creer en los medios de comunicación, en teoría ajenos a intereses y ambiciones personales. Necesito creer en los partidos, mecanismos institucionales de participación política y electoral. Reciben recursos públicos, y tienen la obligación legal y ética de ser transparentes en el uso y destino de esos dineros, además de otorgar certeza y legitimidad a los topes de campaña. Quiero creer que para ser candidato basta con tener recursos políticos, éticos, mentales. Quiero atención y gestiones que resuelvan los problemas de mi estado, mi país, mi municipio, mi región. Quiero confiar en que no habrá dinero turbio detrás de los candidatos. Que no serán necesarias maletas de dinero para los espantapájaros que verán en estos tiempos otra oportunidad de financiar sus vacaciones. Quiero creer que las campañas no son subastas, que ganará el más digno y no el más indigno de confianza. Quiero pensar que no habrá carretadas de billetes para periódicos y medios que encausan manifestaciones al gusto. Que nadie podrá obtener dividendos electorales de la miseria, la pobreza, el atraso, el abandono. Que quede atrás el cinismo de candidatos designados por el bulto de su cartera y el tamaño de sus cuentas por pagar. Quiero dejar de calcular las oportunidades de ganar según se tengan 15, 20, 25, 50 o mil millones de origen inconfesable para comprar lo que su presencia no les da, desde Los Pinos hasta la aldea, pasando por las Cámaras y la Casa Veracruz.

Si un candidato gana la confianza de sus votantes, está obligado a conservarla. El que para ganar requiere regatear votos y voluntades, no merece nuestra confianza, porque no confía en sí mismo, miente, sabe que miente, y aun así exige que le creamos. Lo que obtendrá a cambio no será respeto.

Votar es un salto al vacío. Quiero confiar en mis autoridades, creer en mis representantes, fiarme de mis gobernantes… Entonces, ¿por quién vamos a votar?