Muy guadalupanamente, él que era ateo aunque muy dado a las tradiciones mexicanas, Ramón Rodríguez decidió el 12 de diciembre no llegar al 14 de mayo de 2015 para cumplir los 90 años que todos le aseguraban, y se nos adelantó para convertirse -de realidad en leyenda- en el poeta más joven de México para siempre y para todos, y no solamente para algunos y por unas horas en esas reuniones bohemias en que pudimos gozarlo a él, y a su humor danzante, y a su poesía enorme y desnudadora… grandísima y reveladora, como su poema seguramente más conocido o citado:

“Un hombre está sentado en una silla/ en medio de la tarde/ despidiéndose de un brazo/ que acaban de cortarle/ ¿quién es ese hombre?/ ¿puede hablársele?/ ¿por qué está sentado/ en una silla en medio de la tarde?/ ¿es acaso evidente / o demostrable/ que esté en verdad despidiéndose de un brazo?/ ¿no será más bien de algún pariente lejano/ que llegó desde tierras remotas a visitarle/ y que acaba él sí de ser separado certeramente de su brazo/ en otra tarde?/ ¿cómo podemos estar seguros/ que no son un millón de hombres o incontables/ sentados en un millón de sillas/ en medio de un millón de tardes/ despidiéndose de un millón de brazos/ que acabarán sin ambages/ oh por supuesto tú también noche oscura del alma/ por cortarles?

Sus discípulos/amigos, fieles a su honestidad humana y filosófica y literaria, siempre estuvieron con él, porque nunca les falló como maestro y menos como compañero, de vida o de juergas o de lo que fuera. La lista es interminable, pero recuerdo en lo inmediato a Nina Crangle, José Homero, Rafael Antúnez, Manuel Antonio Santiago, Luz María Rivera -que fue convertida de buena periodista en mejor escritora-.

Yo de Ramón conservo muchas cosas. Entre algunas: sus versos, que constantemente releo; un consejo que he seguido fielmente (“Después de los 50, donde veas un baño, métete, aunque no tengas ganas de orinar”); un hallazgo expresivo (“A ése le rezumba la bocamanga”), y sobre todo su alegría por la vida, su profunda sabiduría, su humor incontenible.

La verdad, qué buen legado nos dejó Ramón Rodríguez, como para seguir entreteniéndonos, maravillándonos, y seguir aprendiendo de este gran hombre para siempre.

Gracias Ramón, por esto y tanto más:

“porque gusté del pan y el vino de la amistad/ sobre finos manteles/ con refinado gusto ornamentados/ o sobre escuetas mesas de palo/ o a ras del suelo primigenio/ ahora no sé si aquellos congregados/ alrededor del fuego de esa casa/ están allá al final del camino/ como asientan papeles fidedignos/ intentando esta voz fragmentada/ o soy yo quien espera/ definitivo y solo/ su procesión de sombras vivas/ todavía persiguiendo/ su placer su poder sus incontables sueños/ el pan el vino y aquel fuego.

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