Por varios rumbos del país, en especial en el estado de Guerrero (pero Veracruz no está exento), han surgido expresiones de violencia de las que nadie se quiere hacer responsable pero que parecen servir a una causa y a la opuesta.
Protagonizadas para complicar las difíciles circunstancias políticas por las que cruzamos los mexicanos, para algunos los bombazos, agresiones a policías y quema de instalaciones y automóviles son producto del hartazgo de la población ante un Estado que ha actuado coludido con el crimen organizado contra poblaciones y estudiantes desprotegidos; para otros, son acciones generadas en oscuras oficinas de grupos policiacos para propiciar las condiciones que justifiquen el uso de la represión contra las masivas movilizaciones populares.
Sea uno u otro caso, la actitud contemplativa de los gobiernos federal y estatales ante la quema de oficinas y vehículos, en algunos casos hasta de negocios particulares, muestra una inusitada debilidad que puede ser aprovechada por grupos para quienes la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa no significa más que un pretexto para salir a la vía pública con posiciones políticas radicales, o puede ser utilizada por facciones derechistas que estarían buscando involucrar al Estado en una reacción en cadena contra las organizaciones y movimientos sociales.
Que la ola rompa en una roca y se disperse o, por el contrario, cause destrucción y situaciones de indudable riesgo para la estabilidad social dependerá de lo que logremos saldar en las siguientes semanas.
Un punto muy importante es que las autoridades federales demuestren fehacientemente el destino de los 43 desaparecidos, con base en pruebas científicas y versiones menos contradictorias y fantásticas que las ofrecidas por el procurador Jesús Murillo Karam.
También, que el gobierno de Enrique Peña Nieto demuestre que tiene voluntad política para combatir la impunidad que se ha enquistado en el país y vaya contra delincuencia e ilegalidad, muchas de cuyas manifestaciones han sido solapadas cínicamente, y no solo lo demuestre medianamente en Guerrero.
Porque lo ocurrido en Guerrero, por su extraordinario desprecio por la vida y la dignidad de decenas de jóvenes, no solo ha generado la molestia de los demás normalistas, padres de familia y organizaciones magisteriales: se ha convertido en un símbolo del hartazgo social por la inutilidad del Estado para detener las expresiones de la delincuencia y de la clase política coludida con él.
Ni en Veracruz ni en el país basta con que salga el gobernador Javier Duarte o el presidente Peña a señalar que vamos bien, que el futuro se vislumbra luminoso, que tendremos empleos, que la economía crecerá y nos llevará en su lomo a todos, si esto no se acompaña con acciones decididas en contra de la inseguridad y la impunidad, si el discurso de la realidad atropella el falso triunfalismo de nuestros gobernantes.
Pero, por otra parte, tampoco encontraremos la paz si seguimos permitiendo, sin deslindarnos, que en cada manifestación aparezcan elementos que buscan provocar a las fuerzas policiacas para engendrar la represión, mientras ellos desaparecen bajo sus capuchas y dejan que el avispero se sebe con los manifestantes pacíficos.
Desde mi punto de vista, la demanda es encontrar –vivos de preferencia– a los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, pero ir más allá de esa consigna para demandar el fin de la impunidad y el combate decidido de las bandas criminales, evitando las torpezas operativas del régimen de Felipe Calderón.
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