Lo que ocurre en Iguala y en los otros 12 municipios de Guerrero y el Estado de México, intervenidos por la Policía Federal y el Ejército, se replica en centenares de localidades de esas (¿de veras el problema mexiquense sólo es en Ixtapan de la Sal?) y de otras entidades (Morelos, Veracruz, Tamaulipas, Michoacán, Chihuahua, Durango, Sinaloa, por citar sólo algunas) y, aun suponiendo que el despliegue de fuerzas federales fuera solución y no complicación, no existen las suficientes para restablecer la seguridad pública en el territorio nacional.
Pero la crisis no es policial sino institucional.
La causa de la violencia es el patrón de despojo y rapiña que tiene a su servicio al propio gobierno federal y que no sólo se expresa en el descontrol de subordinados como el antiguo mandamás de Iguala sino, sobre todo, en la implantación de una casta de funcionarios de todos los niveles que ha hecho su modus vivendi con la venta de lo que no es suyo –recursos naturales, propiedades del Estado, plazas explotables, administración de la justicia y vidas humanas– y que de esa forma han llegado a colocar al régimen del que se beneficia en una crisis terminal.
Los indignantes sucesos de Iguala y la no menos exasperante inoperancia gubernamental subsecuente pueden ser, o no, el principio del fin, pero constituyen una oportunidad más, tal vez la última, para que quienes detentan el poder emprendan, de una vez por todas, una revisión honesta y a fondo de sus propias responsabilidades.
Si ellos no lo hacen ahora, más temprano que tarde la sociedad misma tomará en sus manos esa tarea.