Cuando un hombre sale de su trabajo y se dirige a su casa para comer con su familia, debe llegar a casa, a la sopa caliente, al aroma del guisado, al postre de los viernes. Debe llegar a casa donde la esposa, la niña que se ha cambiado el uniforme de la escuela, el perro que ladra cuando escucha el motor de su automóvil, ya le esperan. Debe llegar a casa, como todos los días, como todos los humanos que acuden al más elemental de los rituales: el de la íntima comunión con sus afectos.
Después debe volver a su trabajo, donde los lápices, los gises, el escritorio atiborrado de pendientes, el nivel y la plomada, el overol, el consultorio, los botes de basura.
A veces, cierto, la imprudente ponchadura, el letargo del camión, el pródigo aguacero, el incidente imprevisto y juguetón que retrasa la llegada y lo descompone todo; la comida se enfría, la niña come sola y la esposa, malhumorada, recalienta las tortillas, y se vienen las prisas y la cita se posterga y ese día que era claro, pleno de luz, se perturba y se convierte en materia del olvido. Esas cosas, ni modo, a veces nos suceden.
Pero si no llega a la casa, ni al trabajo, ni a ningún lugar porque el accidente, porque el infarto, porque el súbito arribo de la desdicha, con su carcajada sarcástica, termina con la fiesta, ¿quién explicará la ausencia a los ojos de la esposa que miran el reloj y le reprochan que camine?, ¿qué le dirán a la anécdota que la niña tiene preparada?, ¿qué, al ladrido del perro, que espera paciente en la garganta? Esas cosas suceden sin que sepamos si el destino, si el azar que nos gobierna, si el capricho de un bufón muerto de risa, si vaya usted a saber quién, desde qué lugar de qué galaxia, tuvo la ocurrencia de arrancar un fruto de la tierra. Esas cosas, qué pena, a veces acontecen. Entonces, llega la soledad con su aullido nocturno; llega el dolor, verdugo impío; llega la orfandad, inefable glaciar que nos congela.
Pero si no llega a la casa, ni al trabajo, ni a ningún lugar porque lo acechaba la abyección, oculta en su escondite de tinieblas; porque un chacal urdió, con rigor de ajedrecista, el colapso de un destino que marchaba limpio, entonces, el planeta se sacude porque algo está podrido.Muñeca rota
Esas cosas, qué indignante, suceden cada vez más a menudo y con ellas llegan la rabia, animal acorralado, y la impotencia, felino de garras amputadas.
En Casa Tomada, la primera publicación del gran Cronopio, una casona inveterada, rescatada de la herrumbre por los dos últimos ejemplares de una estirpe, va siendo ocupada palmo a palmo, sección a sección, cuarto a cuarto, por entes invisibles que van apropiándose del espacio y confinando a sus moradores en los últimos rincones, hasta que terminan por expulsarlos. Esta ficción cortazariana me remite a Veracruz, nuestra casa, esa que poco a poco va siendo cercada por presencias inasibles que con impune eficacia nos van acorralando, sitiando, aniquilando.
Y pienso en la tranquilidad perdida, en la zozobra que nos acecha con sus fauces dantescas, en la pesadilla infeliz, yegua de la noche, que se apodera de nuestra calma.
Y pienso en la espera sin futuro de tantas Penélopes desoladas que tejen y destejen su dolor, en las mujeres ultrajadas, en las madres -lloronas posmodernas- que penan por las calles en busca de sus hijos. Pienso en los llantos multiformes de tantos agraviados y me indigna que Veracruz, nuestra casa, sea tomada y se vaya convirtiendo en paloma maltrecha, malherida.
No conocí a Guillermo Pozos, pero sé que no llegó a su casa y que la sopa se quedó caliente un par de días hasta que supo que no, que ya no iba a volver. Un agravio más, otro leño que alimenta la hoguera de la rabia, gigante embravecido, y la impotencia, manatí asfixiándose en la arena.
CubetaY se repite y se repite ese guion tan mal pensado, peor escrito y sólo la justicia puede enderezarlo. La captura de los responsables no devolverá la vida a nadie, pero dará un poco de paz a las familias y nos devolverá a todos algunos de los bienes extraviados: la fe, la confianza, la certeza de que este barco atormentado volverá a flotar en aguas calmas.
Pero si no sucede, si los artífices del agravio no pagan por la afrenta, ¿qué le dirá al insomnio inclemente de la viuda, señor gobernador?, ¿qué, a la risa congelada -atrapada en su cajita de cristal- de la niña que espera, señor procurador de justicia?
¿Qué nos dirá quién, a los moradores de esta tierra, que vemos azorados cómo nuestro aire se contamina con el acre olor del infortunio?
En su discurso de recepción del Premio Nobel, García Márquez propone la construcción de “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad”. ¿Es mucho pedir, señores gobernantes, señores funcionarios?
Tengo dos amigos entrañables: Gerónimo Rosete, con quien durante siete años compartí micrófonos, cabinas, estudios, grabaciones, cables, unidades móviles, transmisiones callejeras y toda esa magia de la radiofonía que tanto hermana. Manuel Rosete, quien me abrió las puertas de esta casa en la que he sido recibido no sólo con respeto y profesionalismo, sino también con amistad y con cariño.
Mis dos amigos han sido lacerados. He fatigado al diccionario exigiéndole la palabra que reconforte, el verbo que sane las heridas, pero el bálsamo verbal no llega a mí. Como en muchos momentos de mi vida he acudido a los libros, esas botellas lanzadas al mar por los inventores de milagros, y les he arrancado un par hojas para encomendarles la misión de que ocupen el lugar de mis brazos solidarios y sean las palomas que lleven la paz a mis amigos, a las familias heridas, a los que ya no están, pero que no se han ido.

El Luto Humano
(Fragmento)

José Revueltas

Se abandona la vida y un sentimiento indefinible de resignación ansiosa impulsa a mirar todo con ojos detenidos y fervientes, y cobran las cosas su humanidad y un calor de pasos, de huellas habitadas. No está solo el mundo, sino que lo habita el hombre. Tiene sentido su extensión y cuanto lo cubre, las estrellas, los animales, el árbol. Hay que detenerse, una de esas noches plenas, para mover el rostro hacia el cielo: aquella constelación, aquel planeta solitario, toda esta materia sinfónica que vibra, ordenada y rigurosa, ¿tendría algún significado si no existiesen ojos para mirarla, ojos, ojos simplemente de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí hasta Urano? Se abandona la vida y una esperanza, un júbilo secreto dice palabras, nociones universales: esto de hoy, la muerte, una eternidad… Existo y me lo comunican mi cuerpo y mi espíritu, que van a dejar de existir; he participado del milagro indecible, he pertenecido. Fui parte y factor, y el vivir me otorgó una dignidad inmaculada, semejante a la que puede tener la estrella, el mar o la nebulosa. Si tarde lo entiendo, este minuto en que se me ha revelado es lo más solemne y lo más grande; inclino la cabeza sobre mi pecho: mi corazón es una bandera purísima.

Canto a mí mismo
(Fragmento)

Walt Whitman

A mí mismo me doy al barro para renacer de la hierba que amo,
si me necesitas de nuevo búscame bajo la suela de tus zapatos.
A duras penas sabrás quién soy o qué significo,
pero no obstante seré saludable para ti
y purificaré y vigorizaré tu sangre.
Si no consigues alcanzarme a la primera,
mantén el ánimo,
si no me encuentras en un lugar búscame en otro,
estoy parado en alguna parte, y te espero.