Tengo para mí que, así como las computadoras vienen con un sistema operativo y algunos programas que aseguran que hasta el más inexperto en asuntos cibernéticos podrá hacerlas funcionar, los bebés nacen con cierta información que les permite habitar la tierra en tanto son independientes. Además de la dotación instintiva necesaria para la supervivencia, los neonatos tienen alguna información precargada que les es útil para conocer y entender el mundo al que han llegado; entre esos archivos está la voz de Louis Armstrong. He preguntado a muchas personas si recuerdan la primera vez que escucharon al más popular trompetista y cantante de Nueva Orleans y la respuesta ha sido unánime, es algo que siempre estuvo ahí.

Al promediar el siglo, la memoria de los hombres estará alojada en algún servidor web, se publicará en una red social y será  posible interactuar con los recuerdos ajenos; podrán comentarse, podrá otorgárseles un «Like», podrán ser compartidos. Pero eso es porvenir. Hoy, los nacidos en las décadas quinta y sexta del pasado siglo, tenemos algún sótano en la memoria, en el sótano un baúl, y en él, un atado de recuerdos en blanco y negro, recubierto de polvo y con olor a naftalina.

Entre los míos está la pila de acetatos de larga duración al lado del moderno tocadiscos Philips; a ellos vuelve, algunas madrugadas del insomnio, la aguja de diamante para extraer los llorones acordes de Antonio Bribiesca, el caprino requinto de los Tecolines, las intraducibles palabras de Gardel, el penoso castellano de Nat King Cole.

En algún momento extraviado supe que eso que escuchaba del viejo Satchmo y de Natalio Reyes Colás (el verdadero nombre de Nat, según la versión de mi padre) se llamaba jazz. La palabra, entonces, se integró al acervo de mis percepciones como algo anacrónico, con sonido cansino, de surco muchas veces transitado; el jazz era tan lúdico como la voz de Armstrong o tan romántico y nostalgioso como la del pianista-cantante de Alabama; era, cierto, una música imantada, pero la palabra jazz se conjugaba en tiempo pretérito.

Al  terminar la preparatoria me fui a estudiar a la Ciudad de México; ahí supe que el jazz, a semejanza de los libros clásicos, era algo de lo que todo mundo hablaba pero muy pocos conocían. La curiosidad me llevó a encontrarme con el trío de Jacques Loussier tocando música de Bach, y con Dave Brubeck interpretando su Blue Rondo a la Turk y la indescifrable pieza de Paul Desmond, Take Five. El jazz se convirtió entonces en algo enigmático, refinado, con un toque intelectual. Aunque ambos discos, Play Bach y Time Out, fueron grabados antes de que yo naciera, tenían el Don de la eterna juventud. El jazz pasó a ser una música intemporal.

Un par de años después, en una breve estancia en Martínez de la Torre, conocí a un amigo que trabajaba en una tienda de discos; en su visita mensual, el agente viajero solía dejarle, como obsequio personal, alguna novedad fonográfica; un día llegó a mi casa con uno de esos presentes que escuchó una vez y no entendió.

—Es jazz, creo que a ti te va a gustar, dijo, y depositó en mis manos un objeto que, desde la portada, me sedujo. En un paisaje urbano, un inmenso sombrero suspendido en el aire derramaba un tormenta eléctrica sobre los rascacielos, había, además, un par de hojas de maple, secas; en el ángulo superior izquierdo, la leyenda Weather Report, y en el derecho, Heavy Weather. En la contraportada, del lado izquierdo aparecía una serie de cinco retratos dispuestos en forma vertical con los nombres: Zawinul, Acuna, Shorter, Pastorius, Badrena, y en el derecho, los nombres de las ocho piezas que componen el álbum.

Aunque tardé en saber que Weather Report era el nombre del grupo y Heavy Weather el del álbum que habría de convertirse en referente, no sólo de la agrupación, sino de todo el movimiento del jazz-rock de los años setenta, el disco cambió mi percepción: se trataba de una música de una gran vitalidad y la palabra jazz se conjugaba, por fin, en tiempo presente.

Ese mismo año llegué a Xalapa y me convertí en seguidor de Orbis Tertius, el grupo de la Universidad Veracruzana, y en asiduo asistente a festivales y conciertos de jazzistas que visitaban la ciudad. Entonces fui aprendiendo que el jazz es una música maleable que a veces suena a bolero, pero no es bolero; que a veces suena a música clásica, pero no es música clásica; que a veces suena a rock sin serlo; que a veces suena a música de iglesia, pero tampoco; que suena a tambores africanos, a guitarras flamencas, a berimbao, a todas las músicas del mundo.

A más de tres décadas de distancia sigo sin entender del todo y, por supuesto, sin ser capaz de definir al jazz, pero ahora ya sé que es inaprehensible, que cuando crees que vas entendiéndolo, cambia, se contradice, se renueva o vuelve a sus inicios; que es metamorfosis incesante, sorpresa eterna, asombro renovado.

He recorrido los vericuetos intrincados de los estilos, las grabaciones, las anécdotas, los infortunios, las glorias, los nombres, las mujeres y los hombres, la historia toda de esta música apasionante. Estoy más confundido que al principio, pero ahora soy más feliz.

En ese andar, incursioné en la radio; produje To Be Or Not To Be Bop, que se transmitió en Radio Universidad Veracruzana de 1995 a 1997; después, en la misma emisora, El caballo de Tro-jazz, que salió al aire entre 1999 y 2000 y, finalmente, El jazz bajo la manga, programa que  vio la luz en Radio Más y que se mantuvo al aire durante 6 años hasta que vio truncado su vuelo abruptamente por la decisión insensible y arbitraria de un funcionario, pero esa arena pertenece a otro costal.

Como cualquier infante, a los siete años de nacido (salió al aire por primera vez el 7 de marzo de 2007), El jazz bajo la manga, debe aprender a escribir; Formato Siete me ha abierto esta puerta, lo agradezco.

Inicio este nuevo andar en el que espero que me acompañen, como siempre, con una copa de vino y unas tapas de jazz.

Bienvenidos, pues. ¡Salud!

 

 

 

 

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