Luego de meses de procesos internos, este domingo iniciaron formalmente las campañas políticas de quienes aspiran a la Presidencia de la República. Y con ello, sin duda, arranca el periodo de transición política más importante en la historia contemporánea del país, desde las elecciones de 1988, en las que germinó un cambio de régimen muy importante.

Aquélla elección trajo más transformación al país, incluso, que la alternancia vivida en el año dos mil. De aquél primer cataclismo priista, se gestó el Instituto Federal Electoral –hoy conocido como el INE-, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la autonomía del Bando de México y decenas de nuevas instituciones que modificó el rostro del gobierno federal. La experiencia nos enseñó que es la gente la que impulsa esos cambios y no necesariamente la alternancia política.

Por eso es que la elección presidencial de 2018 implica para la sociedad mexicana una gran oportunidad para plantearse una nueva relación entre los ciudadanos y su gobierno, sin apostar a la polarización que busca capitalizar un justificado enojo social por los problemas estructurales que aún no han sido resueltos.

Aunque las opciones son múltiples, las preferencias electorales están encaminadas a tres candidatos específicos, con características perfectamente diferenciadas, aun cuando hayan apostado a la mercadotecnia para construir un personaje casi anónimo atractivo para el electorado: yo mero, ya saben quién y el chico invisible.

¿Quiénes son? José Antonio Meade es un simpatizante priista que capitalizó la apertura del PRI a los ciudadanos, con una gran experiencia en la administración pública federal, donde ha ocupado 5 veces una secretaría de Estado.

Andrés Manuel López Obrador, el candidato que va por su tercera elección presidencial, que fundó el partido político Morena -que compite por primera vez-; sin embargo, Andrés Manuel hace casi dos décadas que no desempeña cargo político alguno. La última opción se trata de Ricardo Anaya, un joven político que ha hecho una vertiginosa carrera al interior de su Partido, el PAN, y que en una controvertida alianza de ideologías de izquierda y derecha busca gobernar al país. Tampoco tiene ningún antecedente de desempeño en el gobierno federal.

Por la naturaleza de nuestra cultura política, las campañas electorales suelen ser espacios para la descalificación y el engaño. Los mensajes apuestan a la emoción de los electores –desde la afinidad personal hasta el enojo social-, y pocas veces contribuyen a contrastar los perfiles de quienes aspiran a gobernarnos.

Muchas veces olvidamos que los candidatos lo serán por un periodo muy breve de tiempo y que lo perdura es la acción personal y de gobierno de quien resulta vencedor de una contienda electoral. Contra el error de elegir, como lo hemos visto en todos los partidos políticos, prácticamente no hay defensa.

Por eso es que en el inicio de la campaña presidencial, es necesario que hagamos este “contraste emocional” entre el perfil de los candidatos, sus ofertas de campaña, la historia pública que los acompaña y lo que representan.

En el caso de Andrés Manuel, se trata de una regresión al pasado; de un populismo que busca sustituir a las instituciones por la decisión unipersonal. Como decía Enrique Krauze, “no hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo”, y que sólo vive para recrearse en su obra. No es malo que AMLO aspire a ser como Juárez, Madero o Lázaro Cárdenas, sino que su aspiración sea la trascendencia personal y no la solución a los problemas del país. Hasta ahora su proyecto es una incógnita, de no ser el planteamiento.

La inexplicable riqueza de Ricardo Anaya ha desterrado un discurso que quiso apostar por el combate a la corrupción. Sin ninguna experiencia en el gobierno, el aspirante presidencial ha llevado una vida que no corresponde ni a su mensaje ni a sus ingresos. Con su familia viviendo en Estados Unidos, con una historia personal y política llena de traiciones, y con una serie de investigaciones en su contra que acreditan su afición por el dinero, Anaya inicia su campaña en una lucha contra sí mismo. Su oferta se reduce a sacar al PRI de los Pinos como un acto de revancha. Eso lo logró Vicente Fox y las cosas en el país no resultaron mejores de lo que se esperaba. La improvisación siempre tiene un costo.

Será la tarea de José Antonio Meade ser eficiente en transmitir el mensaje de contraste. De mostrar las capacidades un hombre que no tiene un pasado vergonzoso escondido bajo la alfombra, ni que aspira a ser Presidente como un acto de revancha histórica o política como sus adversarios. Por lo pronto ha planteado siete compromisos por la nación que deben analizarse a la luz de sus costos.

En la razón y en la emoción debemos encontrar llegar a la convicción para decidir nuestro voto.

Las del estribo…

  1. Al parecer, el tema de la seguridad pública en Veracruz se reduce a un tema de chichis. Primero, al “chichi” que ejecutaron, pero que siempre no era él; y que después se trató de otra “chichi”, según el Gobernador. Ahora nos enteramos que fue una “chichi” quién provocó el motín en el penal de La Toma, mismo que no había sido trasladado de penal por inconfesables razones. ¿Y si en lugar de un Secretario de Seguridad Pública nos conseguimos un médico especialista en mastectomía y asunto arreglado?
  2. El próximo domingo estará José Antonio Meade en el puerto de Veracruz como parte de su campaña política. Ahí se verá si la unidad priista es real o una simulación. Entre los pre candidatos que se quedaron en el camino, las cachetadas a dirigentes de sectores y la eventual salida de cuadros históricos, el escenario no pinta fácil para el candidato a Gobernador.