En los años recientes el concepto de la globalización ha venido a convertirse en dogma para muchos analistas y políticos de las más diversas naciones y regímenes. Ante la estandarización de modelos de política económica y aún de conceptos como democracia, derechos humanos y justicia, las naciones y sus gobiernos se ven sujetos a una serie de referentes y valores que, con una lógica producto de las necesidades de acumulación y movilidad de los capitales financieros, poco a poco han ido moldeando una única vía posible de desarrollo.

Hoy en día los aparatos estatales han venido transformándose en simples administradores y ejecutores de los intereses de los mercados globales y la experiencia nos muestra como se ha reducido notablemente su capacidad de maniobra ante la expropiación de varias de sus potestades; la principal de ellas, el manejo autónomo de la política económica nacional. Si hoy un Estado, en uso de su soberanía, decide reorientar sus prioridades en la materia y atendiendo a demandas específicas de sectores sociales o agentes económicos locales se entromete en la lógica del modelo económico dominante a nivel mundial, de inmediato es doblegado por la fuga de capitales y el desplome de su economía, además de sufrir severas medidas punitivas de los organismos financieros internacionales.

Ante esa abrumadora realidad los Estados nacionales no pueden hacer otra cosa en materia económica que fungir como administradores de los intereses de los capitales transnacionales y garantes del orden social para el funcionamiento del modelo. En otras palabras, su función parece reducirse al uso legítimo de la violencia para reprimir y controlar las presiones locales a favor de una intervención más vigorosa en la administración de los negocios y en la defensa de la población ante las consecuencias más siniestras de la anarquía del mercado.

Si la acción de fuerzas tan poderosas y anónimas que operan los mercados globales tiene la capacidad de doblegar a los Estados nacionales, es preocupante el impacto que ello tiene en el nivel de la política y en la arena electoral de las naciones.

Si en materia económica la única función que se le permite desarrollar a los aparatos de Estado es el mantenimiento de presupuestos equilibrados y variables macroeconómicas “sanas”, debiendo para ello además cumplir cabalmente con los estándares democráticos avalados y definidos por la comunidad financiera internacional, ¿Qué pueden ofrecer hoy los partidos políticos a los ciudadanos, cuando el orden globalizado diluye cualquier oferta real de cambio económico y político? ¿Acaso no atestiguamos ya el vaciamiento de contenido de los partidos y la carencia de referentes ideológicos?

A los partidos políticos los podemos definir de diversas formas: correa de transmisión entre gobernantes y gobernados, instrumento de mediación entre el poder político y la base social, estructura burocrática de representación y agregación de intereses que buscan acceder al aparato de Estado, y en todas esas descripciones de su esencia y finalidad se da por descontado que su lógica interna obedece a un programa mínimo de acción y un fundamento ideológico cohesionador.

No obstante, en los últimos años ha sido claro que la mayoría de las formaciones políticas tienden a ubicarse en el centro del espectro político, al irse diluyendo paulatinamente el sustrato ideológico que los define. Hoy los partidos políticos se mimetizan y es difícil encontrar entre ellos diferencias sustanciales, ya sean de centro izquierda o de centro derecha, ya sean socialdemócratas o democratacristianos, liberales o conservadores. O en el caso mexicano, qué diferencia de fondo encontramos entre el PRI, el PAN, el PRD, Morena, por citar a los más importantes.

La tendencia generalizada es que los partidos políticos busquen atraer al electorado sin distinción de clase o estrato social, que con propuestas pragmáticas y desideologizadas tienen algo que ofrecer a cada elector, tienen o dicen tener respuestas para todos.

Esa caracterización de los partidos políticos contemporáneos plantea la interrogante acerca de su solidez programática e ideológica y explica en gran medida su pérdida de credibilidad como instrumentos de representación, ante las crisis de identidad e institucionalidad interna que padecen de manera recurrente y que es producto de la errática línea política que implica querer “quedar bien” con todos.

Por ello hoy vemos felizmente coaligados a partidos de izquierda y derecha, juntos a liberales y conservadores, en el revoltijo en que se ha convertido la lucha electoral en México y que explica la desconfianza del ciudadano hacia esas retorcidas y contradictorias alianzas que lo único que hacen es confirmar la convicción de que solo se trata de la descarnada búsqueda del poder de los integrantes de la clase política que cambian de chaqueta o se acomodan según sople el viento.

Además, ¿no ha sido evidente que una cosa es la que ofrecen los partidos políticos y sus candidatos durante las campañas electorales y otra muy distinta la que hacen cuando llegan al poder? Los ejemplos sobran en México, en los Estados Unidos, en América Latina, en Europa y  en casi todas las naciones del planeta. Y ello no hace sino enfatizar los límites al ejercicio de la política electoral y aún a la política gubernamental que supone el statu quo de la globalización. Por ejemplo un candidato puede llegar al poder y una vez instalado en la jefatura del gobierno matizar su propuesta electoral hasta el punto de volverla irreconocible para quienes confiaron en él y en el partido que lo postuló.

La cuestión más importante es saber si nos encontramos ante una suerte de determinismo que parece acotar no solo el accionar soberano de los estados en la arena internacional, sino que sus implicaciones van más allá y homogenizan los sistemas de partidos y los mecanismos internos de gobernación en los países.

¿Hasta dónde nos llevará el dogma de la globalización? ¿Hasta la extinción de las formas tradicionales de representación y mediación política?

En todo caso, el cacareado fin de las ideologías, uno de los dogmas del nuevo milenio, implica, y hoy lo vemos claramente, el fin de los partidos políticos tradicionales. Sin rumbo y programa, sin asideros ideológicos, sus ofertas y las de sus abanderados hoy se reducen a demagogia pura y dura.

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