La ligereza de su juventud le permitió al pensador eludir al autobús que bajaba velozmente por la avenida. De un salto llegó a la acera de enfrente y esperó a que yo pudiera atravesar.

—En efecto, mi pequeño amigo, participar es la sustancia de la democracia —cuando llegué a su lado, continuó la plática en donde la había dejado—. Participar… y es precisamente lo que no quieren los gobernantes, vengan del partido que vengan.

—¿Todos son iguales? –pregunté.

—Sí, porque el poder los cambia irremisiblemente. Sean del color que sean, los gobernantes llegan con toda la intención de hacer las cosas de la mejor manera, de ayudar a los que menos tienen, de enderezar la administración, de desenmascarar a los corruptos. Pero en la medida en que avanzan en el proceso de gobernar, van haciendo pequeñas concesiones que se convierten en complicidades, y sin darse cuenta terminan cayendo en el juego de la ambición, y son contagiados sin remedio. Ése es el cáncer de nuestro tiempo. De ahí provienen nuestras calamidades y nuestras desgracias.

—Pero, ¿cómo llegaron, y llegamos, a esos extremos, maestro? –pregunté no tan ingenuamente.

—Para consolidarse, la democracia crea instituciones, pero éstas se van pervirtiendo con el paso del tiempo, sobre todo ante una sociedad permisiva, que no exige a sus gobernantes cumplan honestamente con su responsabilidad, ya sea por abulia o por interés personal (la ambición enferma a todos). De esta manera, los poderosos van encontrando la oportunidad de enriquecerse a costa de los dineros públicos. Y es un problema que ha ido creciendo geométricamente. Antes, la corrupción se llevaba una décima parte de los presupuestos gubernamentales; hoy, nos cuesta el 30 y hasta el 40 por ciento del producto interno bruto, es decir, de la riqueza que producimos los ciudadanos en todo el país. Eso es una barbaridad. Imagina cuantas carreteras, hospitales, escuelas, puentes, vialidades, edificios, obras urbanas y rurales se han dejado de hacer o se han hecho mal desde que la Revolución se bajó del caballo. Tendríamos una nación con grandes beneficios para sus pobladores; seríamos una sociedad rica con ciudadanos satisfechos y orgullosos. Fíjate bien, los corruptos no solamente nos ha robado el dinero, sino la posibilidad de tener una vida mejor para todos.

—¿Y los partidos? –aventuré un regreso al tema que se le disolvía al pensador entre las quejas.

—Pues los partidos son el brazo armado de la corrupción. En ellos empieza y culmina todo el proceso de saqueo de las cuentas públicas. Como los partidos tienen la exclusividad de las elecciones, ellos ponen a los gobernantes para que los protejan, y también a los diputados y los senadores que hacen las legislaciones, y esas leyes son hechas para perpetuar la vida de los partidos y garantizarles todas las prebendas que necesitan para sobrevivir y hacer ricos a los miembros de las camarillas que los dirigen.

—Es el círculo mágico del poder, que se sustenta a sí mismo –dije triunfante, porque me gustó mi frase, aunque no lo que revelaba.

—Ciertamente, –concedió el filósofo— pero no basta la sola voluntad popular para romper ese círculo. Si solamente acudimos a votar y dejamos de interesarnos en el funcionamiento del Gobierno que elegimos entre todos, los funcionarios seguirán sirviéndose con la cuchara grande. Por eso debemos seguir participando después de elegir.

—¿Y eso de qué manera, maestro?

—Pues informándonos y vigilando el trabajo que deben hacer los servidores públicos. Y tenemos que aprovechar los canales que hay para expresarnos como ciudadanos y la posibilidad de denunciar las corruptelas a través de la prensa libre, que la tenemos gracias al sacrificio de muchos reporteros que han dado lo mejor de su vida y hasta la vida misma en defensa del derecho a saber y a expresarnos públicamente.

En ese momento llegábamos al edificio en donde está su departamento. A manera de despedida, el Gurú me dijo:

—Participar es la clave, el secreto de la felicidad común. Pero participar activamente, como ciudadanos responsables. Primero votar, y luego…

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