Nuestra caminata por las calles de la ciudad nos hizo pasar por una escuela que exhibía un anuncio de que ahí se instalaría una casilla el domingo de las elecciones, ya muy cercano, así que la plática tomó el rumbo necesario:

— ¿Ya está listo para votar, maestro?

—Debo confesarte que pensé seriamente en no hacerlo, Saltita, pero después de una larga reflexión arribé a la idea de que para la democracia, es fundamental la participación activa de todos los ciudadanos, y que lo primero que se requiere es que todos intervengan como votantes en los procesos electorales.

—La democracia participativa, maestro, la tercera vía… —acoté.

—En efecto, porque si la democracia es el poder del pueblo, difícilmente podría llamarse democrático a un gobierno electo por una minoría. Así que decidí sí acudir a las urnas el día de la elección, y eso me dio mucho contento porque sabes que estoy en contra de las decisiones en sentido negativo. Decidir no hacer algo, para mí, es dejar de tomar una decisión. Según yo, si alguien decide no actuar, no pensar, no trabajar, no acudir, no decir, etc., en realidad se está apartando de quienes realmente mueven al mundo (y cuando digo “mundo” me puedo referir a todo el planeta, pero también a nuestros pequeños mundos cercanos: la familia, los amigos, el trabajo, las asociaciones civiles y políticas).

—Una democracia sin ciudadanos se vuelve una dictadura perfecta…

—Según lo dijo tu héroe literario Mario Vargas Llosa, y tenía razón. Si no participamos, dejamos que los partidos decidan las elecciones. Si no participamos, dejamos que los gobernantes hagan su antojo. Ya ves las exageradas corrupciones en que han caído los funcionarios en México, de las cuales la quintaesencia es Javier Duarte con su esposa, las familias de ambos y su grupo de cómplices depredadores, que postraron al Estado de Veracruz.

—Si todos los ciudadanos tuvieran una participación más activa en las acciones del Gobierno, la corrupción se reduciría al máximo. Es la única manera de llevar la honradez al Gobierno.

—En arca abierta el justo peca —me dijo el maestro que dice el dicho— y no sabes qué de cierto es eso. Pero la vigilancia permanente de los ciudadanos, las regulaciones y las contralorías nunca servirán definitivamente si antes no hay una educación que forme en valores, una educación que forje ciudadanas y ciudadanos honestos, una educación que haga personas libres en el pensamiento y en la conciencia.

Como dije al principio, íbamos caminando por las calles de la ciudad, y en ese momento el humo de los vehículos y la exigencia de oxígeno de la pendiente en que íbamos me dejó sin habla. Traté de jalar aire hacia los pulmones, y nada. El maestro observó con preocupación cómo me puse pálido, transparente. Me detuve súbitamente, y poco a poco fui volviendo en mí. Con todo, una vez superado el trance, me di cuenta de que había perdido el aire, pero no la idea, así que una vez repuesto enhebré el hilo de la charla y seguí con mi opinión:

—Cierto, maestro, una educación de calidad que tuvimos pero ya no tenemos en México desde hace muchos años. Yo considero que desde 1968, cuando el sistema se dio cuenta de que era un peligro para los gobiernos corruptos que su juventud estuviera bien preparada, porque se iban a levantar exigiendo cuentas.

El pensador se detuvo también súbitamente, pero no por falta de aire sino por exceso de entusiasmo, y con voz exaltada me dijo:

—La buena educación debe ser la gran exigencia de todos. Ahí está el remedio para tantos robos, para tanta violencia, para tantos males que padecemos. Te puedo asegurar que una persona culta es una persona pacífica; que una persona culta es una persona honorable; que una persona culta es una persona justa…

Y atravesó la calle con una carrera que le trató de ganar en velocidad al camión que venía bajando…

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