Llegará el día. Y vas a pronunciar su nombre sin escocer las llagas de tu boca, vas a pronunciarlo sin que la memoria sea la muerte de la felicidad que una vez acompañó a la cerveza derramada en el último bar del primer encuentro, cuando se conocieron, cuando dijiste su nombre en voz alta y frente suyo, un careo.

Llegó el día. En el arribo, es la tregua de un fuego que no abre en tu contra, un ejército que no dispara en tus encías, es la memoria que aísla y no traiciona. Como si la lengua no supiera enrollar los recuerdos, extenderlos, expandirlos en el cúmulo de bacterias de las papilas gustativas, a la tragedia de las cuerdas vocales, a las neuronas que dieron una orden que ya-no-cobra-sentido.

Pronuncias su nombre como si se tratara de un ajeno, como si no existiera una multitud cuya acta de nacimiento rezara el mismo conjunto de las mismas dos sílabas. Pronuncias su nombre con cautela:

te pronuncias

a favor tuyo.

Y dices su nombre sin dolor.