La indignación popular en contra de Enrique Peña Nieto ha cundido tanto, que se ha vuelto una tendencia, una moda insalvable en las redes y en los corrillos, hablar mal del Presidente, acusarlo de todo, insultarlo.

Viste hacerlo, da caché, conjuga simpatías.

Constate la lectora perspicaz, conste al lector agudo que no es mi intención rescatar la figura presidencial, ni justificar las acciones del mexiquense. Solamente consigno el hecho de que es tan generalizada la rabia entre los ciudadanos contra su autoridad que se termina haciendo a un lado el análisis serio, profundo, detallado de sus acciones.

Estamos tan enojados con él que nos gana la pasión y no pensamos con claridad.

Por eso muchos no están leyendo la conducta, el pensamiento, la forma de operar de EPN y sus colaboradores.

Nos quedamos en la denostación, que alivia el hígado pero no resuelve el dilema.

Tenemos que hacer un lado la rabia (o incluirla como un elemento importante, pero no el único) para dar paso al estudio objetivo que nos permita escudriñar en qué va el actual gobierno y cómo actúa.

De ahí vendrían las conclusiones y las reacciones.Ver todo negro o todo blanco, todo bien o todo mal, es faltar a la lógica de nuestra realidad.

Cierto, en el Gobierno de la República hay oscuros nubarrones que enturbianla buena marcha del país. Pero la ofensa sin premeditación no es la respuesta más adecuada.

Urge que usemos el razonamiento y no la emoción, porque son amores las buenas razones (tal vez eso quiso decir Lope de Vega y no le entendimos). Nuestro enojo no nos deja pensar con claridad… o más bien no nos deja pensar de ninguna manera.

Y nuestra crítica se pierde en el insulto.

Somos como aquel que va a ver a su vecino porque le prestó algún instrumento y no se lo ha regresado. Va justamente indignado y cuando toca su puerta ya trae toda la rabia encima. Cuando el otro le abre, empieza a recriminarle de mal modo su falta. Claro, el vecino no se queda callado y se hacen de palabras. Empiezan una feria de insultos que acaban siendo de calle a calle, mientras el injuriado regresa a su casa.

Llega, cierra la puerta y se siente aliviado porque le dijo al infame todo lo que le quería decir. No se quedó con nada adentro (aprovechó hasta una información íntima, un chisme que le habían pasado sobre su vecina, para acusarlo de cornudo). Lo puso en su lugar, como todo un hombre.

Y piensa que todo estuvo muy bien, aunque le ronda en el cerebro una pequeña duda porque de pronto se ha acordado de que por el pleito se olvidó de pedirle al malvado que le regresara el instrumento que le había prestado.

Y como ahora no se llevan, ni para ir a pedírselo.

Un mal gobierno no se ve afectado necesariamente por los insultos populares. Le sirven porque disminuyen la presión de los ciudadanos, como en una olla exprés.

A un mal gobierno le preocuparía una crítica real, un verdadero llamado a cuentas no con groserías ni con infundios, sino con datos, con informaciones certeras, con acciones verdaderamente populares.

No estaría de más que pensaran en eso los profesores de la CNTE.

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