Los deportistas mexicanos que participan en los juegos olímpicos de Río de Janeiro fueron a desnudar nuestras miserias. Pero no por sus resultados deportivos sino porque son la expresión de lo que anda mal en nuestro país.

Todavía no se cumple la primera semana de competencia y nuestro optimismo personal empieza a dar paso a nuestra frustración colectiva. Seguimos esperanzados a los esfuerzos individuales, al golpe de suerte, antes que al trabajo en equipo, la planeación a largo plazo y una perspectiva de país que respeta y valora a sus deportistas.

Hoy, muchos de esos jóvenes que han dedicado larguísimas jornadas a preparase, que han tenido que enfrentarse a condiciones adversas en lo político, en lo comercial y en lo deportivo, están muy cerca al escarnio y el desprecio de millones de mexicanos que sólo nos acordamos de ellos desde el viernes pasado.

Río de Janeiro amenaza con convertirse en la tormenta perfecta. Desde hace varios años, las autoridades deportivas se enfrascaron en una férrea lucha de intereses con las distintas federaciones que por poco nos cuesta la participación en la justa.

Por ejemplo, en febrero pasado, Rommel Pacheco, una de nuestras últimas esperanzas de medalla, fue precisamente a Río de Janeiro a colgarse el metal dorado en el mundial de clavados, sin embargo, el himno y la bandera de la FINA se utilizaron en la premiación, en vez del himno y bandera mexicanos, dada la sanción que sufría la Federación Mexicana de Natación por un adeudo. Bochornoso.

Y qué decir de otros tantos deportistas que fueron castigados por no vestir los uniformes de la firma patrocinadora, o que fueron limitadas en sus viajes de entrenamiento por su enfrentamiento con los directivos de la Comisión Nacional del Deporte. La eterna disputa entre el Comité Olímpico Mexicano y la Conade salpicaron a prácticamente todo el deporte nacional, con los resultados que hoy estamos viendo.

Pero no sólo son los directivos los que han contribuido a este desastre. En esta sociedad racista, hipócrita y discriminante, es lamentable el trato que ha recibido la gimnasta Alexa Moreno, un ejemplo de superación, que ha sido vilipendiada no tanto por su resultado deportivo sino por su físico. En este caso, los mexicanos hemos demostrado nuestro lado más oscuro y perverso, donde ante la ausencia de méritos propios, nos queda la infamia escondida en el anonimato de las redes sociales.

Umberto Eco, ese filósofo que sirve de brújula en la tormenta social de nuestro tiempo, no se equivoca cuando acusa a las redes sociales de haber generado una «invasión de imbéciles», ya que «dan el derecho de hablar a legiones de idiotas».

Pero también los medios de comunicación han hecho su parte. Luego de que las principales televisoras se repartían el pastel de los principales eventos deportivos internacionales –los mundiales de futbol y los juegos olímpicos, principalmente-, llegó un tercer competidor, Carlos Slim, para romper un duopolio y hacerse de los derechos de transmisión de los juegos de Río.

La consecuencia fue fatal: la televisión abierta se olvidó de los juegos, retiró patrocinios a deportistas, desdeñó las recurrentes historias de vida de nuestros deportistas y limitó su información a pequeños segmentos. Si bien la competencia es sana, el desacuerdo entre magnates alejó a los mexicanos de los juegos y sus deportistas. El deporte importa un comino si no hay negocio.

Posiblemente nuestra delegación regrese sin ninguna medalla, de lo que habrán rendir cuentas los directivos. No será culpa de Paola Espinosa o de Aída Román; menos aún de los judokas, los andarines o los boxeadores. México fue a Río de Janeiro a exhibir su pobreza social y deportiva.

Mientras acá, seguiremos festinando las ocurrencias de un #LordAudi o decenas de lady’s que sólo muestran nuestra verdadera pobreza.

Por ello, es importante que retomemos la razón y veamos el resto de los juegos olímpicos con el optimismo lúdico del deporte. Debemos celebrar las hazañas de hombres y mujeres como si fueran propias, no importa la nacionalidad. Ahí están los mejores del mundo, haciendo cosas inimaginables.

La del estribo…

Javier Duarte está de regreso. Vuelve a las apariciones públicas y se deja arropar. Se lanza con todo a medios nacionales, habla de su pasado y de su futuro; no tiene tema aborrecido, contesta a todo lo que preguntan. Está decidido a defender su verdad, no la que piensa que es mejor, sino la que piensa que es la única. Será la realidad, la terca realidad, la que ponga a cada quien en su sitio.